viernes, 20 de febrero de 2015

STARBUCKS NO INVENTÓ LOS CAFÉS



 


Y eso que va a cumplir cuarenta y cuatro años. La superfranquicia superguachi de supercofis se inauguró en la primavera de 1971 en... ¿Manhattan? ¡Eeeeeeeerror! Starbucks es paisana del doctor Fraiser y del grunge: los tres nacieron en Seattle.

Después de esta pincelada -no sé si brochazo-, déjame llevarte a la época que perfuma este blog, allá en el corazón del Antiguo Régimen. Si vas a pensar en El perfume de Süskind, olvida las primeras páginas y aspira el aroma de las siguientes. Bueno, eso tampoco; por muy bien que olieran las esencias de Grenouille, no dejaban de ser zumo de persona (¡Ups! ¿Spoiler?). El caso es que el siglo XVIII -como los dos anteriores- fue un festival de sabores y olores exóticos para los europeos. A veces imagino que soy el primer conquistador que mordió un tomate maya o que sorbió una pizca de chocolate caliente azteca; lo último que se me olvidará de un viaje a Estambul será la enajenación que me produjo el Bazar de las Especias. Soy un hombre a una nariz pegado, ¿qué le voy a hacer?

Si tuviera en mi poder la máquina temporal de H.G. Wells, me gustaría cronorizar (que es como aterrizar, pero en el tiempo) en una noche estival de 1669 en los jardines de la residencia parisina de Solimán Agá, embajador de la Sublime Puerta ante Luis XIV (1638-1715). Para un occidental de la época, sus fiestas serían como las de Las mil y una noches si tal obra se hubiera traducido por entonces a un idioma cristiano (aún faltaba un tercio de siglo para su edición francesa, la primera). Solimán Agá tenía por costumbre ofrecer a la crema y nata de la Corte del Rey Sol bandejas con tacitas de porcelana china colmadas de café turco bien azucarado; era servido por ninfas y efebos semidesnudos, gemelos de Hebe y Ganímedes, los coperos olímpicos. Imagino que el diplomático prohibiría a sus invitados bañarse en perfume; y que tampoco encendería pebeteros de incienso para recibirlos. Nada debía enmascarar el efluvio de la aromática poción.

 
Aunque en la Francia del XVII ya se conocían los granos del cafeto a través de los comerciantes de Marsella -ciudad en la que se abrió la primera taberna gala en la que se podía beber café-, se tiene como fecha oficial de su introducción en el reino la del uno de noviembre de 1669, día en el que Luis XIV recibió a Solimán Agá. No tardó mucho el Borbón en establecer un monopolio sobre la materia prima arábiga. Solo tres años después, un armenio llamado Pascal abrió un tenderete en París para dispensar ébano líquido, pero fracasó. Habría que esperar a 1686 para que un confitero siciliano, Francesco Procopio dei Coltelli -padre de los helados-, abriera la que es tenida como primera cafetería moderna: Le Procope, el café más antiguo de la antigua Lutecia. Si vas a París, lo encontrarás en la misma calle de Saint-Germain-des-Prés, que hoy se llama de la Comedia Francesa. Ahora es mucho más lujoso y más lleno de luz que cuando nació; por entonces no pasaba de covacha oscura y sospechosa en la que caballeros y villanos podían tomar café y sorbetes y fumar pipas y cigarros, amén de jugar y conspirar. También se dejaban caer por allí los actores y autores de la Comedia Francesa, establecida en la misma calle desde 1689. Todos eran atendidos por camareros en traje nacional armenio. Bonito gazpacho; no le faltaba ni la punta de comino.

 Con toda lógica, habrás deducido que su nombre es el de su propietario. Pues sí, eso es lo que Le Procope denota. La connotación, en cambio, es café de otro costal. Once siglos antes de que tan añejo establecimiento abriera sus puertas, vivió en Bizancio un tocayo del ilustrado barman siciliano: Procopio de Cesarea (500-560), un historiador que fue contemporáneo del emperador Justiniano. Su obra más celebre es Historia secreta, también conocida como Anécdota.

Deja que te avance que, de vivir hoy, aquel Procopio sería como un Jaime Peñafiel con peor leche; igual que Obélix, se habría caído de niño en una marmita, pero de vitriolo. Lejos de disolverse en ella -vitriolo es sinónimo de ácido sulfúrico-, se lo tragó para escupirlo de mayor. El bizantino era una especie de cortesano bipolar: tan pronto se arrastraba para besar las huellas del basileo como se le partía la lengua por la mitad y escupía tanta ponzoña que habría envenenado él solo a una cohorte de guardias imperiales.

 En uno de estos arrebatos reptilianos, Procopio arrancó a escribir una crónica sobre el lado oscuro de Justiniano y -con mucho encono- de su mujer, la basilisa Teodora. Si crees que la pornografía es cosa del siglo XX, se te va a quedar la misma cara que el día que te contaron lo del Ratoncito Pérez.

Teodora, una especie de Princesa del pueblo, trepó desde la arena del Hipódromo hasta el trono del Palacio Sagrado gracias a su fama como acróbata circense. Es verdad que hizo escala en la alcoba del basileo, que no la vio allí más vestida que en el circo, donde se contorsionaba desnuda. Así hablaba Procopio de Cesarea de su soberana:
"En materia de placer nunca fue derrotada. A menudo iba a merendar al campo con diez hombres o más, en la flor de su fuerza y virilidad, y retozaba con todos ellos durante toda la noche (...) Y aunque abría de par en par tres puertas a los embajadores de Cupido, se lamentaba de que la Naturaleza no hubiese abierto un orificio semejante en el canal de su pecho, para así recibir a un cuarto amante"
No te extrañe que, por soltar semejantes lindezas, a aquel pornógrafo pionero le abriesen -y no a Teodora- otro orificio en el centro de su rencoroso pecho; con un puñal, eso sí. Pero no; recuerda que hablamos de Constantinopla, quintaesencia de la intriga, la doblez, la simulación, el espionaje y la diplomacia. Procopio no fue ajusticiado por su Historia secreta, ni siquiera se prohibió el libro: no se puede prohibir lo que, oficialmente, nunca ha existido. Ajusticiar a Procopio habría regalado magnitud al libelo. Tanto se silenció la dichosa obra, que no se editó por primera vez hasta 1623, tras haberse encontrado una copia del original en la Biblioteca Vaticana (ríete tú de El código da Vinci).

Así pues, cuando abrió, Coltelli conocía de sobra la escandalosa semblanza imperial. Teniendo en cuenta la ajetreada vida sexual de Luis XIV y que el café del siciliano pronto se convirtió en un contubernio de libelistas alérgicos a la tiranía, ningún nombre le cuadraba mejor que Le Procope.

  
Allí apuraba Voltaire una parte de sus cincuenta o setenta cafés diarios; cuando murió, una mesa de la cafetería sirvió de altar votivo. Entre el humo de las pipas y de las sartenes que tostaban el café, concibió Diderot la Enciclopedia. Y amparados en su penumbra, tres Padres Fundadores de los Estados Unidos tomaron notas para redactar su constitución: Benjamin Franklin, John Paul Jones y Thomas Jefferson.

El gorro frigio, símbolo de la Revolución Francesa, se exhibió por primera vez en Le Procope. Fue lugar de reunión del Club de los Cordeleros, también conocido como Sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, revolucionarios radicales cuyos nombres más sonoros son los de Danton y Marat. Se dice que el 10 de agosto de 1792 partió de allí el asalto a las Tullerías. Y no paso al siglo XIX porque, si no, esto sería La historia interminable.

¿Cómo dices? ¿Que se te han quitado las ganas de ir a tomar un café a Starbucks? No me extraña; por mucho que Starbuck sea el nombre del primer oficial del capitán Ahab y de una guerrera de Battlestar Galactica, en comparación, ¡qué sosería!



  

 



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