sábado, 25 de abril de 2015

CITA EXPRÉS

Jean Anthelme Brillat-Savarin



 

"La dueña de la casa 
cuidará del café
y el dueño, de los vinos"

Si yo fuera uno de esos chefs del postureo que colman pantallas y portadas, ya habría entregado mi alma a Glotus, Patrón de la Gula y Maestresala de las Cocinas del Infierno -que prepara exquisiteces como para chuparse las pezuñas-, con tal de conseguir un pellizco de la fama postrera de Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826).

"¿Y para qué demonios van a querer más fama de la que ya tienen?", te preguntarás. Pues, para empezar, porque la suya tiene fecha de caducidad, me temo. Y porque al bon vivant francés solo le hizo falta un libro para entrar en la posteridad, mientras los nuestros se matan a gasificar cocretas, deconstruir almóndigas, garrapatear recetarios, guías y artículos, conceder entrevistas, presentar realities, humillar a concursantes, fundar fundaciones y levantar la ceja ante quienes nos fisuramos de risa las costillas por sus bufonadas. Y todo sin ninguna seguridad de que pasado mañana vayan a tener más consideración que el resto de frivolidades rentables de estos años bobos (pero crueles).

 
Brillat-Savarin nos dejó dos obras de arte: su vida hedonista y la Fisiología del gusto o Meditaciones de gastronomía trascendente, publicada cuatro meses antes de su muerte, como declaración casi póstuma de que, para escribir, hay que vivir. Para más inri, ni siquiera lo firmó, como si la fama le importase un bledo. Brillat fue el primero que otorgó a la gastronomía el status de bella arte -¡la que liaste, amigo!- y se convirtió en el primer escritor gastronómico. Savarin es a la cocina lo que Mozart a la música, Kant a la filosofía, Goya a la pintura y el doctor Guillotin a la peluquería, pues nada ha despejado jamás las nucas como aquella maquinita de su invención. 

Y ya que hablamos de la guillotina, a musiú Juan Anselmo hay que reconocerle que fue un hombre de criadillas, fuera y dentro de las cocinas. En 1793, el jurista Brillat-Savarin, alcalde de Bellay, se opuso con energía a la imposición del Terror revolucionario en su ciudad, su cuna. De ahí que tuviera que huir a Suiza para que no lo metieran en una caja; ¿qué tendrá Helvecia que allá todo empieza o termina con unas cajas? Más tarde lo encontramos en los flamantes Estados Unidos, dando clases de francés y tocando el violín en una orquesta neoyorquina en vez de cocinar, quizá porque se olió que aquello sería el paraíso del fast food. El hombre pensaría que si que hay que ir, se va, ¡pero ir pa'ná!


 
Con mucha melancolía, el exilio le inspiró esta sentencia: "Quien no haya conocido los años anteriores a la Revolución no sabe lo que es la dulzura de vivir". Teniendo en cuenta que de aquellos barros surgió rampante la burguesía que hoy gobierna estos lodos, casi se comprende a Brillat-Savarin. Volvió a Francia en 1797, entró en la intendencia de Napoleón y luego en la magistratura y recuperó algo de su desbaratada fortuna, que había incluido una viña borgoñona. Terminó sus días solterón, aunque amante de actrices y bailarinas, hospitalario pero silencioso, vigorosamente bovino y, eso sí, glotón.


 
Lo que no sabes, pero yo te lo cuento, es que no probaba el café. "¿Y entonces?", me echarás en cara. Calma: fue por culpa de una sobredosis. Como magistrado, recibió un encargo urgente -¡para ayer!- del duque de Massa, ministro de Justicia de Napoléon. Brillat se atiborró de café para hacer frente a la tarea, pero, al final, la misión se retrasó. El pobre hombre estuvo cuarenta horas sin dormir, y para nada; le pasó, poco más o menos como a Obélix, que se cayó en la marmita y nunca más bebió la poción (miento, se mojó los labios en Egipto y la tomó en El mal trago de Obélix).


 
Puede que por eso recomendase a los padres que prohibieran severamente a sus hijos el café, "si no quieren que se conviertan en pequeños aparatos secos, esmirriados y envejecidos a los veinte años". Y ciegos y con pelos en las manos, podría haber añadido de haber sido un padre escolapio. Sin embargo, también alaba la infusión: "Quizá sea una espuela para el espíritu, que anima a la inmensa multitud que sitia las puertas del Parnaso". En la penúltima Cita Exprés te hablaba yo de la insana afición al café de Napoleón; Brillat-Savarin recoge en su tratado los esfuerzos de ingenieros, químicos y cocineros por obtener "la mejor manera de hacer café, lo que provenía, casi sin que se advirtiera, de que el Jefe del Gobierno lo tomaba mucho". O sea, que a costa de su cafeinomanía, el que más y el que menos le hacía la rosca a Bonaparte.

El inmortal gastrónomo dejó establecido que el café había de presentarse ardiendo en la mesa, por eso alguien tenía que vigilar su preparación, como exigía el quisquilloso Kant. Tal labor se la encomienda Savarin a la señora de la casa, quien debe, además, ocuparse de la calidad del grano, misión más sutil que la de elegir los vinos, que es una tarea para la que jamás faltarán catadores que juren que les hizo la boca Baco. Es verdad que, si te fijas, a todo el mundo le parecerá infame un banquete regado con malos vinos, pero nadie se preocupará de la calidad de la infusión que lo cierra. Injusto desdén, pues el café es la rúbrica que sella ese tratado de paz que los seres humanos firmamos con la vida cuando nos sentamos a bien comer y a mejor beber. ¡Salud, pues, para las dueñas competentes que no dejan el café en malas manos!

 






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