viernes, 27 de noviembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

Lord Byron 

(1)

 



"Las españolas no son nada discretas"


Dandy es una de esas palabras que cualquiera arrastra por el fango casi todos los días. Será ignorancia, será petulancia, o serán ambas -ancias. Por poner un ejemplo, Fred Astaire no era un dandy, por mucho chaqué que se echara a la chepa, ché (dilo rápido...). Y Cary Grant tampoco. Lo siento, pero no y no. Eran dos tipos con percha, cada uno la suya, o vete a saber, que yo ya no pongo la mano en el cul..., digo en el fuego por nadie.


  


Y no, que tu padre se bañase en Varon Dandy después de afeitarse con brocha, jabón y navaja barbera no le daba esa categoría, ¡nanai! No me cabe ninguna duda de que era todo un señor, como el mío, pero hasta ahí.


 

Fíjate en lo que te digo, Johnny Rotten, el de los Sex Pistols, era más dandy, pero a una millonada de años luz, que el bailarín y el galán de más arriba y que el engominao del anuncio. Vale, te dejo que inspires y expires para bajar el sofocón... Otra vez, hazme el favor... Y ahora un poquito de ¡Ooooooooommm! Mejor, ¿verdad? Pues sigo. 


 
Si has leído, por ejemplo, Corsarios de guante amarillo, un revelador ensayo de Luis Antonio de Villena, sabrás de qué te hablo. Si no, yo te lo explico. Un dandy, como un punkie frenético, escupe, pero no odio, sino belleza fuera de límites; la intención es la misma: escandalizar. Y no para convertir al mediocre, sino para desmarcarse de su vulgaridad, de nuestra vulgaridad de seres que se arrastran sobre el vientre. Un dandy es una flor de estercolero. No se le admira por su elegancia, se le repudia por su distinción. No, elegancia y distinción no son sinónimos: el elegante es gregario, el distinguido, solitario. Perdón, ¿cómo dices?... No, tampoco es un petimetre ni un hortera, esos huelen a linimento de vestuario, a cuero de pininfarina y a fiscal de delitos monetarios...


 
El dandy no es un árbitro de la elegancia -otro tópico-, pues para serlo tendría que fijarse en los demás, y él, como la Bitch Witch Queen de Blancanieves, solo tiene ojos para sí mismo. "Vivir y morir delante de un espejo" era, según Baudelaire, el lema del dandismo, el mismo de Narciso en el estanque.  ¡Ah!, y debe nacer varón, para desafiar a la mujer en un terreno tradicionalmente reservado para ella: el de la seducción con la belleza exterior y la devastación con la malicia interior. No es raro que damas y dandies compitan por la misma presa.

 George Bryan Brummell, Beau Brummell, fue un dandy. Es legendaria su adaptación a los salones de la chaqueta roja que los británicos usaban solo en la caza del zorro. Un escándalo, pues rompía así las reglas de la decencia en el vestir. Oscar Wilde no habría pasado de elegante si no hubiera prendido en la solapa de sus levitas grandes orquídeas amarillas, amén de corromper a donceles de la buena sociedad. Aunque, la verdad, nunca quedó claro quién corrompió a quién.


Un personaje de Wilde, Dorian Gray, cruel, bellísimo, ambiguo, narcisista, satánico e inmortal, pero eternamente joven, es el colmo del dandismo. El mismo Lord Byron expresó esta condición del alma ataviándose como un señor de la guerra albanés y haciendo de su vida un paseo al borde de todos los abismos, otro de los requisitos inexcusables de un verdadero dandy. ¿Y con qué objetivo? Con ninguno, salvo el de regresar un día a la nada, mejor antes de envejecer. Los objetivos son burgueses, el dandismo es aristocrático. Los pijos de consejo de administración de hoy día se creen dandies porque lucen relojes como el de la Puerta del Sol en la muñeca y empuñan la última versión del móvil de moda. Un dandy nunca mira la hora, eso es para gente que vive bajo la maldición de Adán: gánate el pan con el sudor de tu frente... y el dandy es la serpiente en el Edén; y no necesita maquinitas para comunicarse porque lo que tiene que decir lo grita con su figura, su vestuario y su ademán.

Por eso, por ser bello y disfrutarlo; por nacer cojo y andar con elegancia; por brillar como un rubí sin dueño en la carbonera previctoriana; por despreciar con arte y con su arte; y por nunca pedir perdón... George Gordon Byron (1788-1824), sexto barón de su apellido, tuvo que huir de una Inglaterra que le apretaba como el zapatito de cristal a la madre de Dumbo.

En el verano de 1809, con veintiún baqueteados años gracias a su orgiástica vida universitaria en Cambridge, y recién nombrado par, pero muy díscolo, en la Cámara de los Lores, Byron se lanza a su Grand Tour, el viaje iniciático de los jóvenes aristócratas ingleses por Europa: Holanda, Francia, Suiza, Alemania e Italia. Por entonces, con las águilas napoleónicas sobrevolando el continente, Francia era opcional. Tal era la norma, así que Byron tuvo que saltársela: Portugal, España, Malta, los Balcanes, Grecia y Turquía. Cuando su barco parte de Falmouth, en Cornualles, el barón da la espalda a la isla y declara: "Me voy de Inglaterra sin pena. Volveré sin placer". 

 Le acompaña su amigo John Cam Hobhouse, primer barón de Broughton, futuro político radical que acuñó el título que aún hoy se da a la oposición británica: La Muy Leal Oposición de Su Majestad. Sí, a mí también me ha extrañado lo de "radical", pero eso dicen sus biógrafos.

De Lisboa, primera singladura de su viaje mediterráneo, tienen que salir por piernas. Byron, excelente pugilista, se parte la cara a la salida de un teatro con los esbirros de un hidalgo portugués: no ha tenido mejor ocurrencia que tirarle los tejos a su esposa. Bastante golpeados, los dos camaradas y sus criados pasan a España disfrazados de oficiales británicos. De ese modo, los españoles, en guerra con Napoleón, simpatizarían con aquel par de pájaros y los bandoleros y guerrilleros no les sacarían los higadillos.


 

Antípoda de las quejas de Giacomo Casanova es la opinión de Byron sobre las carreteras y los transportes españoles. El inglés se asombra de que pudieran llegar a Sevilla en solo cinco días, gracias, sobre todo, a los magníficos caballos andaluces que montaban. Sí lamenta, en cambio, que la dieta fuese tan aburrida: "Huevos y vino en todas las comidas. Y malas camas". Me da que la muy ceniza de Mrs. Mortimer, que puso a España a caldo en su guía de viajes, se inspiró en Byron para hacer una crítica muy parecida, con la diferencia de que ella no salió de la isla.

Los dos inglesitos pasaron tres días en Sevilla que pudieron ser como tres noches toledanas. Sin embargo, a Byron le sobrevino un insospechado apocamiento. La cosa fue así. España estaba en pie de guerra contra la Francia imperial. La Junta Central que "gobernaba" el país en nombre del rey cautivo, Fernando VII, se había hecho fuerte en la capital andaluza. El lord pudo ver a Agustina de Aragón paseando por las calles sevillanas con más medallas que un capitán general, animando así a una población que no necesitaba ánimos, tal y como afirma Byron en su poema narrativo Las peregrinaciones de Childe Harold:

No previendo la suerte que les amenaza,
los sevillanos se entregan a fiestas,
a cantos gozosos y a diversiones.
La locura jamás ve desiertos sus altares,
y la lujuria de los jóvenes campa por sus respetos.


La saturación de políticos, militares y refugiados, junto a la numerosa población sevillana, dificultaba el hacerse con una habitación. Por medio del cónsul inglés, Byron y Hobhouse son alojados en el número 19 de la calle Cruces, en el barrio de Santa Cruz. En esa misma rúa nació en 1802 el cardenal Nicholas Wiseman, autor de la novela Fabiola, nombre que recibe hoy esa calle.


 

La casa pertenecía a dos hermanas solteras, Josefa y Teresa Beltrán, propietarias de otros cinco inmuebles. Así las describió Byron en una de las muchas cartas que envió a su madre en sus dos años de turisteo meridional:
"Son mujeres de carácter, la mayor hermosa y de mejor figura que la pequeña, quien, no obstante, es bonita. No me sorprendió poco su liberalidad en el trato conmigo, que es general aquí. No es la discreción un adorno de las mujeres españolas, muy guapas, y de grandes y bellos ojos. Ambas hermanas me ofrecieron un curioso ejemplo de las costumbres del país. De hecho, la mayor honró a tu indigno hijo con atenciones muy especiales".
Con un lenguaje más poético, Jorgito Gordon lo resumiría así:

No son las damas de España
de la raza de las amazonas,
sino que están hechas para
las hechiceras artes del amor.

El caso es que, nada más echarle el ojo a Byron, Pepa Beltrán se le echa encima con todo lo demás. Mire usted por dónde, resulta que el inglés ya sabía que ella estaba prometida a un oficial español. Puede que eso -más la paliza en Lisboa, más el susto por lo echás p'alante que le parecieron las sevillanas- empujase al galán a recular. La Beltrán quiere animarlo susurrándole al oído que no es el primer inglés, ni mucho menos, que se trajina, pero ni por esas se nos viene el poeta arriba. Y aunque hay quien jura que el libertino se llevó por delante a las dos hermanas y al novio con charreteras, parece que no hubo juerga y que Byron se retiró en blanco a sus aposentos.

Cuando en la mañana del cuarto día los viajeros parten, Josefa Beltrán le reprocha a Byron -con una sonrisa, eso sí- el haber sido tan timorato. Como acto de postrera y dramática rendición ante la belleza del anglo, Pepa se corta la trenza como los toreros la coleta, anunciando así que deja las corridas para sentar la cabeza junto al sordaíto español.

 La sevillana, que ya se ve que era de tijeras tomar, le regala el mechón -de un metro de largo-, al apabullado lord. A cambio le corta un bucle a él. Y Byron no tiene nada mejor que hacer que enviarle la trenza a su madre, a la que confiesa, casi escandalizado, que Pepa le dio un largo y estrecho abrazo de despedida y que le echó un ramillete de piropos. Si eso no es un Edipo, que venga Electra y lo vea.

Todas estas cosas se saben porque en 1830, seis años después de la muerte del poeta, el baladista irlandés Thomas Moore publicó la correspondencia entre madre e hijo: Carta y diarios de Lord Byron, con noticia de su vida. La semana que viene te contaré de qué manera salieron los viajeros de Sevilla y cómo llegaron a La Tacita de Plata, segunda etapa de sus andanzas españolas. Por cierto, ya que hablamos de tazas, te recuerdo que allá por julio de este año publiqué una CITA EXPRÉS sobre la afición de Byron al café: "Clavo, canela y azafrán lo echan a perder". Tómalo como una invitación, pues así te lo ofrezco. De nada.

Continuará...


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sábado, 21 de noviembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

John Adams 

Presidente de los EE.UU.


 

"Las ostras americanas 
superan a las gallegas"


A finales del siglo XVIII España aún tenía un imperio al otro lado del océano, pero en Europa, siendo optimistas, era una segundona, para qué nos vamos a engañar; a tal punto que la Pérfida Albión había plantado la Union Jack en Gibraltar y Menorca.


 
Los franceses parecían una plaga de lemmings corriendo hacia el abismo de la revolución, pero todavía podían mirar a la cara a la poderosa Gran Bretaña. Y aún teñirían de rojo sangre el mapa de Europa y lo ahumarían con pólvora en los años venideros. Versalles sujetaba con mano firme la cadena trabada al cuello de Madrid, su falderillo, tal y como lo traban hoy desde Bruselas o Berlín. 

Prusia se acostaba con la bayoneta calada y se levantaba al toque de diana, anunciando la fiebre de los nacionalismos y los imperialismos. Y Austria, estrábica, miraba a la vez a la Francia borbona y a la pavorosa Rusia, sin dejar de tomar la temperatura al imperio otomano.
 

 

Por aquello, por los pactos de familia entre Bourbons y Borbones, la Sensible, una fragata francesa que achicaba agua a dos máquinas, se arrimaba con harto esfuerzo a la costa gallega a principios de diciembre de 1779. A cien leguas de Finisterre se le abrió una vía de agua que amenazaba con echarla a pique en plena ruta de corsarios ingleses. No hacía un mes que había levado anclas y soltado trapo en el puerto de Boston. Cuatro años antes, las trece colonias británicas de Norteamérica se habían rebelado contra su rey. Uno de aquellos rebeldes formaba parte del pasaje de la nave franca; y no temía por su vida, sino por la de sus hijos y por la misión que lo llevaba a París.

A John Adams (1735-1826), abogado bostoniano, padre de la nueva república, lo habían nombrado ministro plenipotenciario del Congreso Continental, órgano político supremo de los alzados, con el encargo de conseguir un compromiso firme de Luis XVI y, posteriormente, negociar un tratado con los ingleses. Bien podría jurar míster Adams que segundas partes nunca fueron buenas, pues era la segunda vez que viajaba a Europa. Le acompañaban dos de sus cuatro hijos: John Quincy, de 12 años, que sería el sexto presidente norteamericano, y Charles, de nueve. Ya se ve que a los niños de la época no los tenían entre algodones hasta que salían de la universidad, como a los de hoy. La vida de aquella gente era corta y azarosa, así que no podían perder el tiempo con pamplinas.


 
El día 8 de diciembre, la fragata en la que viaja la familia Adams -¡No quiero chistes!- alcanza el puerto de Ferrol, plaza militar destacada desde que a mediados de siglo se habían construido los astilleros y el arsenal. De hecho, los transcontinentales se admiran de la concentración de naves españolas y francesas, armadas contra Gran Bretaña. Distingue a los oficiales de cada nación no por sus uniformes, que son muy parecidos, sino porque los franceses son como unas castañuelas y los españoles tienen cara de oler camembert a todas horas: "Unos, alegres, vivaces y de gran locuacidad, y los otros graves y silentes".


 
Cuando le comunican al embajador que la Sensible tiene para rato con la avería, decide arriesgarse a viajar por tierra hasta lo que en la época llamaban Bayona de Francia. Creyendo que en la Galicia del XVIII de una calabaza salía una carroza, se apresta el bueno de Adams a alquilar unos carruajes... ¡Sí, hombre!, que te iban a traer a ti el Air Force One, como ibas caminito de ser el segundo presidente made in USA. A ver, ¿nadie le había explicao a este guiri a ónde venía?... Pues no, ya te he dicho que iban directos a Francia y que si no llega a ser por la brecha en el costao... El caso es que no encuentra un solo medio de transporte, ni decente ni indecente, en todo Ferrol, ciudad ilustrada y comandancia naval:
"Desde que estoy en esta ciudad no he visto un carruaje, coche, faetón, calesa o tartana de ninguna clase. Hay pocos caballos y todos pequeños, ruines y desvencijados. Mulas y burros son numerosos [en eso no hemos cambiado], pero pequeños [en eso sí]".

 
Normal que el diplomático tuviera tiempo para ocuparse de otros detalles, como los gastronómicos. Así nos deja dicho en su diario que las sardinas y las anguilas ferrolanas "son excelentes, y tolerables las ostras, aunque no son como las nuestras". Reconoce, eso sí, que el pernil de cerdo, o sea, el lacón de toda la vida, es digno de mención. Distingue entre los cerdos gallegos, alimentados con castañas y maíz, y los de  más al sur, que comen bellotas dulces. Señala que la carne de estos es mejor. Pero a ambas las supera la de un tipo de cochino que come un pienso de lo más exótico: víboras crudas descabezadas. Dicen que Wellington, quien años más tarde combatiría a Napoleón en Galicia, comía cerdo ibérico alimentado con carne viperina y bellotas. 

El embajador Adams desayunó en Ferrol "chocolate a la española, que responde a la fama que tiene en el mundo entero". La verdad es que hoy sigue habiendo cafeterías ferrolanas en la que se paladea un magnífico chocolate acompañado con unos frutos de sartén que ya quisieran los de la madrileña churrería de San Ginés, entre Arenal y Mayor. A mí, la verdad, me tentaban más las porras, olímpicas en mi estimación al compararlas con los churrillos. Y hablo en pasado por culpa de la hipercolesterolemia, ¡nadie es perfecto!


 Con el sentido práctico que ha de caracterizar a su nación para los restos, John Adams les compra a sus hijos una gramática española y un diccionario, para que se vayan haciendo con el idioma. Me llama la atención que les compre uno muy antiguo, el de Francisco Sobrino, Diccionario Nuevo de las Lenguas Española y Francesa, de 1705; ni siquiera es un repertorio con lemas y definiciones, sino un traductor hispanofrancés.

El 15 de diciembre, una semana después de alcanzar Ferrol, los Adams pasan por mar a Coruña. Llegan a las siete de la tarde, con el día anochecido; un oficial español que habla inglés les ha mantenido abierta la puerta de la ciudad. Coruña era sede de la Capitanía General del Reino de Galicia, es decir, su capital por entonces. El capitán general en la fecha era Pedro Martín Cermeño, paisano mío, pues nació en Melilla en 1722. Proyectó para Coruña uno de sus paisajes urbanos más emblemáticos, las Casas de Paredes, ejemplo de racionalidad ilustrada.


  


A John Adams le llama la atención que el gobernador de la plaza sea irlandés, Patricio O'Heir, y que buena parte de las tropa que encuentra haya nacido y pasado hambre en la Verde Erín. Supongo que, como hombre avisado, entendería que los irlandeses, enemigos irreconciliables de Inglaterra, encontrasen amparo y un mosquete de matar ingleses en España. También los había peleando contra los casacas rojas en su país, perdón, futuro país.

Aparte de esto, Adams insiste en los tópicos que empezaban a ser habituales entre los GUIRIS CON PUÑETAS que visitaban Celtiberia. A saber,

  • Ínfima calidad de las vías terrestres y, de nuevo, ausencia de carruajes y caballerías. Para continuar viaje, tuvieron que mandar que los alquilasen en Compostela. Y eso que estaban en la capital...
  • Supervivencia de prácticas judiciales de la Edad Media, teñidas de superstición. Asegura que un parricida coruñés fue arrojado al mar metido en un barril siguiendo un castigo propio de la Antigua Roma, la Poena cullei: el reo, apaleado, castrado y desnarigado era metido en un saco con una víbora, un mono, un gato y un perro. Con dos diferencias, una zoológica: en Coruña era más fácil encontrar un sapo que un mono; y otra humanitaria: el reo ya estaba muerto y las bestias fueron pintadas en la madera. Según el abogado Adams, España se regía por las leyes del rey y por las ordinarias, y por las de Justiniano y las visigodas. Viendo algunas sentencias actuales, se diría que no pasado tanto tiempo.

Cárcel del Rey, o del Parrote, construida a mediados del XVIII,

  • Los coruñeses eran morenos y hoscos y ambos sexos lucían largas melenas recogidas en coletas y trenzas que les llegaban a las rodillas. "Por las calles se ven hombres, mujeres y niños con los pies descalzos y las piernas desnudas, de pie horas enteras en las frías piedras o en el barro".
  • Hay más curas que carros. Los jesuitas, que tenían un colegio en Coruña, fueron expulsados, pero quedaban dominicos, franciscanos y agustinos, amén de monjas de Santa Bárbara y capuchinas. El cónsul francés lo lleva de paseo por un convento franciscano y le muestra las celdas, ante las que el descendiente de puritanos sospecha que son "antros de celos, de odio, de envidia, de venganza, de intriga, de malicia... Un fraile no tiene relaciones ni afectos que suavicen sus pasiones, sino que es dejado completamente a sus ambiciones".
  • La capital de Galicia no produce nada, pues los campesinos cultivan lo justo para sobrevivir, y todo le llega de fuera y a precios desorbitados. Eso sí, se fuma y se esnifa rapé como si las trompetas del Apocalipsis estuvieran atronando el cielo coruñés y el Leviatán surgiera de su bahía. Alguien le confía al americano que en España se consumen diez millones de libras de tabaco al año, más de cuatro millones y medio de kilos.

Antes de dejar marchar a don Juan Adams, acompañado de sus chavales y del séquito diplomático, merece la pena conocer la impresión que le produjo el símbolo de la ciudad, declarado en 2009 Patrimonio de la Humanidad: la Torre de Hércules. Lo llama Torre del Hierro y afirma que los lugareños lo han expoliado "para pavimentar las calles". Hasta 1788 no se restauraría. La reconstrucción del arquitecto Eustaquio Giannini y de José Cornide la dejó tal y como hoy la conocemos.


 
Tras pasar el día de Navidad en Coruña, el que sería segundo presidente de los Estados Unidos tras George Washington sale por la Carretera de Castilla hacia León y de allí a los Pirineos. En 1783 sería uno de los firmantes del Tratado de París, que puso fin a la guerra de emancipación de las colonias británicas en Norteamérica. El cuadro que cierra esta entrada, del pintor colonial Benjamin West, presenta a los firmantes norteamericanos, John Adams, Benjamin Franklin y John Jay, ex plenipotenciario en España, y artífice del olvido histórico sobre la ayuda española a la independencia de su país. De todos modos, no hay que echarle toda la culpa, para eso nos bastamos solos. La legación británica rehusó posar para el pintor y por eso la obra aparece incompleta. Ya sabes, si te mueves, no sales en la foto... Y sí, los ingleses se movieron de sus colonias confederadas con el rabo entre las piernas; así que no estaban para selfies al óleo.


 


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