martes, 20 de enero de 2015

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE... PEOR 

(y 2)



 


"Asno malo ya no siente el palo". Me lo acabo de inventar, y si es un plagio, que me denuncien, ¡será por abogados! Quiero decir que cuando te falta la salud, ¿qué más da el resto? De eso te hablaba en una entrada anterior: de la mala salud de los seres humanos más privilegiados del presuntamente racional e ilustrado siglo XVIII. Me refería -y me voy a seguir refiriendo- a los reyes. A los nuestros, por más señas: los Borbones franceses recién llegados por entonces al trono del Imperio Hispánico. Lo habíamos dejado en Felipe V, con el breve intermedio de Luis I.

Concluía yo, para empezar, que la hazaña más grande, en lo que a salud se refiere, era salir vivo del parto y alcanzar la adolescencia. Y te hablo del recién; la madre ya tenía sus propias torturas. Si crees que exagero, echa un vistazo a la silla de partos dieciochesca que abre este artículo. ¿En serio te has creído que era una máquina de dolor de los verdugos inquisitoriales? Máquina de dolor sí, pero en manos de las comadronas. Al ser portátil, la llevaban con ellas de un parto a otro, como depósito garantizado de todo tipo de gérmenes, por mucho que le pintaran un Cristo en el respaldo.

Junto con las fiebres puerperales y todo tipo de infecciones perinatales, la viruela era la reina del lecho del dolor. Eso sí, con permiso del tabardillo (tifus), transmitido a través de las heces de los piojos y pulgas; y de la fiebre terciana (paludismo) y la amarilla, llevadas de un lado a otro por enjambres de mosquitos y que se convirtieron en males endémicos en zonas pantanosas del sur de España, especialmente crudos entre la población de los astilleros de Cartagena y La Carraca, en Cádiz.

No nos olvidemos -¡Faltaría más!- de la sobresaliente incidencia de la pulmonía, académicamente corregida como neumonía, y de la tisis (tuberculosis). A mayores, los más nobles del siglo seguían manteniendo una tradición largamente atesorada por sus ancestros: la de permitir que se les pusiera el dedo gordo del pie como una berenjena gracias a los depósitos de ácido úrico. Hablo de la gota, derivada de la paupérrima dieta -en calidad, no en cantidad- de reyes, aristócratas y burgueses. Una buena muestra de que importar la gastronomía francesa, colmada de mantequilla, no fue tan buena idea.


 
Algunos remedios para estas y otras dolencias ya los avancé en la primera parte de este artículo, pero ahora quiero completarlos. Empezamos con las sangrías, con sanguijuelas o con lanceta y cánula, que debilitaban al enfermo débil y que se les aplicaban con toda alegría a parturientas y anémicos; fue tal el furor médico por esa terapia, que un siglo después las sanguijuelas habían desaparecido en algunos países de Europa. Se usaba también la gelatina de asta de ciervo con víboras tiernas (no me lo he inventado); los enemas, muy populares (hoy lo son entre las estrellas de Hollywood, pero los llaman irrigaciones de colon); la leche de burra y la de mujer; los emplastos de sangre de pichón y las criadillas de cordero; las reliquias y -¡Ojo al dato!- "no escribir demasiado". Siglo de las Luces, aún lo llamamos; pues las tendrían los demás, porque los médicos... Los del XVIII, digo.


 
Aquellos Borbones padecieron, además, dolorosos trastornos del ánimo. Fernando VI (1713-1759) superó a su padre en la violencia de su melancolía, pues la suya fue psicótica, con tremendos episodios de ataques contra sí y contra otros. Alguna vez intentó apuñalar con unas tijeras a quienes querían impedir que se suicidara. Y no perdía oportunidad de ordenar a sus guardias que acabasen por las armas con su dolor: "¡Te lo manda tu rey!". ¿Tú, en el estricto cumplimiento del deber, le habrías hecho caso? Así se las ponían a Felipe II, la verdad.

Puede que, además, el sexto Fernando sufriera de criptorquidia: uno o los dos testículos no habían bajado al escroto en el momento del parto. Eso implica una merma en la calidad del semen, malogrado por el exceso de temperatura abdominal. Aunque se achacase la infertilidad a su consorte, Bárbara de Braganza (1711-1758), es probable que la responsabilidad fuese del rey.

 Ella, picada de viruelas, era, a mayores, obesa, diabética, asmática alérgica y sufridora de jaquecas. Murió a los cuarenta y siete años de una trombosis venosa profunda complicada con hemorragias y leucorrea, resultado probable de un tumor uterino.

Fernando VI enloqueció al enviudar y, tras doce meses de horribles padecimientos del alma y la mente, falleció de una tuberculosis cerebral. Su hermanastro, Carlos III (1716-1788), hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio y rey de Nápoles por entonces, subió al trono español con una obsesión que le acompañó siempre: no enloquecer como sus otros parientes varones. De ahí su vida ordenada hasta el tedio, desde los horarios de sus comidas hasta el inexcusable compromiso diario con la caza.

Eso sí, no pudo evitar que la viruela se hiciera con él a los dieciséis años: "He escapado de una buena -afirmó en una carta a su madre-. Y sin granizar". Es decir, sin marcas.

De su esposa, María Amalia de Sajonia (1724-1760), habla así Yago Valtrueno, protagonista de El viento de mis velas, cuando nos confiesa que el tabaco es otro de sus muchos vicios:
"Si la reina María Amalia perdía los cabales y aullaba por los pasillos hasta que le traían sus cigarros, cómo no habré de salirme de quicio yo que, al fin y a la postre, tengo bula por ser un villano."
A la consorte del rey alcalde hoy le habrían diagnosticado una EPOC: Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, cuya causa principal es el tabaquismo. El suyo, al parecer, entraba de lleno en la adicción. Padeció catarros muy frecuentes y murió de uno de ellos con extra de vómito de sangre. A su marido se lo llevó, veintiocho años después, una pulmonía.

Cerramos el poco saludable siglo ilustrado con Carlos IV (1748-1819) y su mujer, María Luisa de Parma (1751-1819). El decadente Borbón sufrió dos anginas de pecho, relacionadas sin duda con su gota y, lógicamente, con la arteriosclerosis que debía de padecer. El exceso de ácido úrico le provocó, además, artritis. Pero no murió del corazón, sino de otra pulmonía, como su padre. Dos semanas antes, María Luisa había pasado ya a mejor vida. Bien podemos decir que, en su caso, descansó: tuvo veinticuatro embarazos, con catorce partos y diez abortos. Un dicho de entonces afirmaba que "por cada hijo, un diente".

 Y así fue, perdió casi toda su dentadura. Añadamos que sufría de varices, hernia de hiato, ardores, estreñimiento crónico y hemorroides y, para remate, se rompió la cadera, por lo que terminó sus días prácticamente inválida.

Tras este repaso, si alguien duda de las bondades de una sanidad pública y universal, que venga y me lo diga. Cualquier villano de hoy en día tiene más salud que un Borbón ilustrado como de aquí a Lima... O al centro de salud más cercano. No digo que no nos quejemos de listas de espera y demás taras del sistema, digo que lo hagamos con fundamento. ¡Salud para todos! Y, si es posible, éxito, que también ayuda.



 


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lunes, 12 de enero de 2015

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE... PEOR

(1)


 

¿Cómo van esos flamantes propósitos para el nuevo año? Aún no hemos cumplido la primera quincena y puede que no hayan perdido del todo su brillo, ¿verdad? Calma, que 2015 no va a ser distinto. Nadie te obliga a tener un cuerpo playero todo el año -¡faltaría más!-, para eso está, en tres o cuatro meses, la operación bikini; ni a dejar de fumar, ¿acaso los médicos no fuman (y cosas peores, que te lo digo yo); ¿y para qué quieres idiomas si el castellano es una de las primeras lenguas del mundo? ¡Que aprendan ellos! ¿Quienes? Los guiris, joder, los guiris. Encima ya no tienes edad, que es la reina de las excusas.

Lo siento, me gustaría animarte a que cumplas con los planes rutilantes nacidos de la euforia de la Nochevieja, pero este blog no es de autoayuda. No confío en tus buenas intenciones porque no se trata de cambiar de velas, sino de hacerse con una brújula nueva y con otras cartas de navegación. Y hasta con un barco marinero. Y lo que es aún más difícil: saber a dónde quieres ir. ¿Lo sabes?... Pues entonces.

Ahora es el momento de tirar del peor repertorio de refranes y sentencias populares que te vengan a la cabeza: Es mejor la grasa conocida que el músculo por conocer; Más vale jamoncito serrano y croquetitas de mamá en mano que inglés, alemán y chino volando (¿A dónde vas con lo mal que se come por ahí?); No por mucho madrugar se deja de fumar más temprano... Y toda esa retahíla de consejas mil y una veces repetidas no por quienes fueron derrotados, sino por los que nunca llegaron al campo de batalla. Por muy luminoso que sea el horizonte, en nuestra sombría madriguera nos hallamos más a gusto: ¿Dónde te van a querer que más valgas?


 La Historia también tiene uno de esos refranes tediosos y funestos con los que el Mundo, como las personas, se aferra a lo malo conocido: Cualquier tiempo pasado fue mejor. Mentira. Y gorda. De ningún modo. Con todo lo terrible que nos parece la actualidad, hoy es el mejor momento de la Historia, especialmente para quienes no tenemos privilegios; y hoy es el mejor momento de tu vida, no tienes otro. Lo segundo es cosa tuya, ahí no me meto; pero con lo primero me voy a ensañar en las mismísimas carnes de quienes debían sufrir menos que nadie -los reyes y sus parientes-; y, para más inri, en una época que los amantes de los tópicos califican de luminosa.

Pónte tú que estuviéramos en 1715 -trescientos años atrás-, recién estrenado el Siglo de las Luces, de la Ilustración, del Imperio de la Razón. Felipe V (1683-1746) acaba de pacificar España, dividida por la Guerra de Sucesión. Su primera mujer, María Luisa de Saboya (1688-1714), había muerto un año antes de resultas de un parto complicado, el del futuro Fernando VI. Aquel alumbramiento quebró su salud hasta que la escrófula -tuberculosis ganglionar- la mató tras una larga agonía. ¿Qué tratamiento recibió? Emplastos de jabón y cicuta y leche de mujer. Los antibióticos que la hubieran salvado no fueron descubiertos hasta el tránsito entre el XIX y el XX. Tú, hoy, te habrías curado, y sin tener coronas en tu álbum familiar.

No te quiero contar, si eres mujer, lo que habrías sufrido entonces. María Luisa de Saboya fue la primera reina de España cuyos partos atendió ¡un médico! (francés, por más señas). Hasta ese día -25 de agosto de 1707, fecha del nacimiento de su primogénito, Luis- solo las comadronas podían cuidar de las ungidas vulvas. La princesa de los Ursinos, delegada por Versalles para atender a los nuevos reyes, le escribió a Luis XV, el Rey Sol, en estos términos:
"Si supierais el poco cuidado que se tiene en Madrid con las paridas"
Ese descuido convertía las fiebres puerperales -infección posterior al parto- en una sentencia de muerte para muchas parturientas. Y de ellas no escapaban ni nobles ni plebeyas. Hasta el siglo XIX no se descubrió que su origen estaba en la mala higiene de médicos y comadronas. En lo tocante a las nodrizas que debían amamantar al príncipe, la de los Ursinos añadió lo siguiente sobre las de mejor leche:
"Todas las mujeres de Vizcaya, que se pretenden admirables, y que tienen un aire saludable, están sarnosas"
"De las demás, ni hablamos", le faltó decir. La saboyana tuvo cuatro hijos además de Luis y Fernando: Felipe, que murió a los seis días de nacido, y Felipe Pedro, al que una meningitis tuberculosa se lo llevó a los seis años. De Fernando ya te hablaré, pero a Luis lo voy a finiquitar aquí mismo. Yo no, la Muerte Roja. Luis I de España reinó por el breve espacio de 229 días en 1724, tras la abdicación de su padre, Felipe V. No llegó a más porque lo mató la viruela a los diecisiete años. Según La Gaceta de Madrid -el BOE de la época-, el joven rey estaba salpicado de viruelas "por todo el cuerpo, dejando libres los ojos y la garganta". Sus galenos le aplicaron sangrías (con sanguijuelas, claro), criadillas de carnero y reliquias sagradas.


 
La también llamada Peste casera, oficialmente erradicada el 8 de mayo de 1980, se cebó con 60 millones de personas a lo largo del Siglo de las Luces. A principios de la centuria, los ingleses habían introducido en Europa una antiquísima técnica oriental que consistía en pulverizar pústulas de viruela e inhalarlas. Los turcos, en cambio, insertaban las postillas en una herida abierta en el paciente. No obstante, ambos rudimentos antivariólicos tenían sus riesgos. En 1796, el médico inglés Edward Jenner inoculó la primera vacuna contra la viruela al niño James Phipps. En 1803 salió del puerto de La Coruña la primera misión médica de la Historia: la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, dirigida por Francisco Javier Balmis y que rodeó, vacunando contra la muerte roja, el globo terráqueo. Y a ti y a mi, y al de más allá, nos vacunaron en la escuela. Eso sí, a mí mi padre, que tenía una tienda de ultramarinos, me dio aquel día una bolsa de dulces por haber sido valiente.

La esposa de Luis I, la imprevisible Isabel de Orleáns, capaz de lanzar tandas de eructos en ceremonias cortesanas y de correr casi desnuda por palacio, vivió dieciocho años más que él. Murió de un coma diabético; la insulina no se sintetizó hasta 1921.

Felipe V, torturado por un severísimo trastorno bipolar y por una insufrible satiriasis, se casó en segundas nupcias con Isabel de Farnesio (1692-1766), de buena planta, pero con el cutis granizado de picaduras de viruela. La parmesana le dio siete hijos, uno de ellos muerto perinatalmente, es decir, al poco de nacer. Uno de los supervivientes se convertiría en el tercer Carlos de la Historia de España.

Los altísimos índices de mortalidad perinatal e infantil llevaban a las mujeres a parir sin descanso. En el caso de los nobles, para asegurar el linaje; en el de los pobres, para conseguir manos con las que ganar el sustento.

La Farnesio sobrevivió a su esposo. El primer Borbón , acosado por fantasmas del alma y la mente -"frenesí, melancolía, morbo, manía e hipocondria"-, se convirtió, además, en un anciano obeso, diabético, hipertenso y con insuficiencia cardíaca. Es verdad que murió a los 62 años, joven para nuestros tiempos, pero has de tener en cuenta que tú y yo, si no hubiéramos nacido en palacio, no habríamos pasado de la treintena. Su último día le llegó entre la locura y los vómitos de sangre, provocados por la rotura de un aneurisma aórtico complicado con una fístula gástrica. Mi padre -un obrero que se pudo jubilar- siempre tuvo palabras de gratitud para las primeras UCIS móviles del 061 de Madrid. En una de ellas le salvaron la vida tras un episodio coronario. Y no era más rey que de su casa (con permiso de mamá)... ¿Aún crees que cualquier tiempo pasado fue mejor? Pues no he terminado con la mala salud palaciega...


Continuará...



 

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viernes, 2 de enero de 2015

EL SUBVERSIVO AROMA DEL CAFÉ


 

Tengo un propósito para el nuevo año (sí, yo también): hablar más del café en este blog. Después de todo, esta bitácora nació como apoyo promocional a mi primera novela publicada, El viento de mis velas, que lleva como subtítulo Peripecias de un empedernido bebedor de café. "Ya, lo de siempre por estas fechas -estarás pensando-. Arranque de jaca jerezana el 2 de enero y parada de mula vieja el 15". Si quieres jugarte algo, me lo cuentas en un comentario al pie de esta entrada; yo, de momento, empiezo hoy mismo...

Dijo Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838) que el café había que tomarlo "puro como un ángel y dulce como el Amor", pero también "negro como el diablo y caliente como el infierno". A estas dos últimas condiciones me voy a agarrar, pues, a lo largo de su historia, la exótica infusión fue tomada, en muchas ocasiones y en naciones diversas, como un invento del demonio, aliento de conspiradores y -tal y como lo oyes- "de sodomitas". Ahí voy...


LA MECA, 20 DE JUNIO DE 1511

Por entonces, el café ya era una bebida más que popular entre los musulmanes. Debido a la prohibición coránica de beber vino, con algo tenían que soportar aquellos buenos infieles sus tiempos muertos. Pero el emir Jair Bey -de martes a martes hay aguafiestas en todas partes- se preguntó si el café se ajustaba a los dictados de Mahoma. Y eso que, por ejemplo, a los sufíes les parecía una magnífica herramienta de trascendencia espiritual. Después de consultar a los ulemas, la conclusión del emir fue que no, así que lo prohibió por decreto. Su decisión, revestida con aires de santidad y salud pública, tenía más que ver con que los cafés se habían convertido en foco de críticas contra su gobierno y en raíz de sedición. No era piedad, era orden público. Las plantaciones de café fueron destruidas y los cafetómanos perseguidos.

 
EL CAIRO, 1532

La prohibición del emir mecano se extendió, lógicamente, por la Umma, la comunidad de los creyentes. Veintiún años después de aquel edicto contra el café, el gobernador de Egipto tuvo que revocarlo, pues sus paisanos se rebelaron contra el bando. En 1630 había más de un millar de cafeterías en El Cairo, dotadas no solo del tentador grano, sino también de tableros de ajedrez, cojines, divanes y huríes de redondeados vientres y ojos hechiceros, tan negros como el café.


ROMA, 30 DE ENERO DE 1592

Tal día llega a la silla de Pedro el papa Clemente VIII. Para entonces, el café ya había entrado en Europa gracias a los mercaderes venecianos. El clero católico lo sentencia como "amarga invención de Satanás", en oposición al vino, santificado por Jesucristo en su última cena. Por eso urgen al nuevo pontífice a tomar una decisión sobre el diabólico veneno de almas, sobre el que esperan caiga una sentencia condenatoria. Su gozo en un pozo: tras probarlo, Clemente decide que "sería una pena dejar en manos de los infieles tan deliciosa bebida"; en consecuencia, la bautizó (algunos dicen que aquí nació el café americano):
"Venzamos y chasqueemos a Satanás dando nuestra bendición a esa infusión para hacer de ella una bebida verdaderamente cristiana"
La estimulante cocción fue muy bien recibida en las comunidades monásticas, por sus efectos sobre la vigilia.


LONDRES, 29 DE DICIEMBRE DE 1675

Mucho antes de que el té de las cinco se convirtiera en santo y seña de las mejores tradiciones inglesas -que incluyen la piratería, el colonialismo y la caza del zorro-, el café llegó a verdadera fiebre en una ciudad tan adicta a las modas como es Londres.

 
En 1652, un hebreo, Pasqua Rossé, abre la primera coffee house de la capital, cerca de la iglesia de St. Michael-Cornhill, en plena City. Veinte años más tarde, había más de tres mil cafeterías en Londres. Las mujeres tenían prohibida la entrada, pero podían atenderlas. ¿Te acuerdas de la buena dosis de hipocresía que llevó a la prohibición de las casas de café mecanas? Pues, aquí, tres cuartos de lo mismo. Agrupaciones de mujeres piadosas se lanzaron a degüello contra los cafeinómanos ingleses:
"Ese moderno, abominable y pagano licor ha convertido a nuestros esposos en eunucos e inutilizado a nuestros mejores galanes (...) No les queda nada tieso salvo las articulaciones, nada erguido salvo las orejas"
Pensándolo bien, igual no eran tan piadosas... A ellas se unieron los cerveceros ingleses y los taberneros cockneys, quienes veían peligrar sus negocios. Ante las presiones de los detractores del oscuro elixir, Carlos II firma un edicto de supresión de las coffee houses el 29 de diciembre de 1675, que entra en vigor el 10 de enero de 1676. ¿Qué se escondía, en realidad, tras la prohibición? Los cafés ingleses, con sus cafeteras, pipas y panfletos periódicos, eran conciliábulos disidentes, semilleros del liberalismo. No hay que olvidar que corrían los tiempos de la Restauración monárquica tras el paréntesis republicano de Cromwell y que las relaciones de Carlos II con el Parlamento fueron tirantes en muchas ocasiones. Como en El Cairo, la rebelión contra la norma llevó a su retirada.


ESTOCOLMO, 4 DE NOVIEMBRE DE 1756

Gustavo III de Suecia (1746-1792) mantuvo contra el té y el café una cruzada personal. Y no era equitativo, pues consideraba al segundo el peor de los venenos. Tal día de tal año promulgó una ley contra la planta del café, así, de raíz. Y para demostrar que estaba lleno de razón, el rey sueco planeó un experimento. Conmutó la pena de muerte de unos gemelos por la de prisión perpetua. Durante el resto de sus vidas, los hermanos comerían exactamente lo mismo, pero uno tomaría tres tazas de té al día y el otro tres de café. El primero en morir fue el rey, asesinado por nobles disidentes -¿habrían tomado café?-; luego murieron los médicos que atendían a los gemelos; a los ochenta y tres años murió el gemelo teinómano. Y sí, el cafetero murió el último. Aun así, la prohibición se mantuvo en Suecia hasta 1823.

Suecia salía por entonces de una guerra con Rusia, donde la policía zarista tenía orden de detener a toda víctima de una crisis nerviosa, por sospecha fundada de que hubiera tomado café. Uno podía perder la nariz, las orejas o un miembro por el único cargo de haberse tomado un cafelito. ¿Vendrá de ahí el cortao?

En general, el norte de Europa fue muy reacio a la implantación del café, quizá por influencia del puritanismo luterano, aunque también por el rechazo de los cerveceros. De hecho, y quizá por congraciarse con ellos, Federico II de Prusia, El Grande (1712-1786), dictó que su pueblo debía tomar cerveza, "tal y como han sido criados el rey y sus antepasados". Sin embargo, es verdad que despenalizó el consumo de café en su país, aunque lo gravó con impuestos y creó una división de rastreadores de café, que olían las calles y los edificios para encontrar a quienes cocieran ébano líquido; me recuerdan al rastreador de niños de Chitty Chitty Bang Bang... ¿Tienes edad para recordar esa película? Haz lo que te digo y no lo que hago, puede ser la conseja que defina la relación de aquel rey con el café, según su propio testimonio:
"Sólo tomo entre siete u ocho tazas por la mañana y una cafetera por la tarde"
Para más inri, se lo preparaban con champán, no con agua.


BOSTON, 16 DE DICIEMBRE DE 1773

Colonos americanos, vestidos y pintados como guerreros mohawks, arrojan al mar el cargamento de té de varios barcos de la Compañía Británica de la Indias Orientales, atracados en Boston. Manifiestan así su oposición a la subida de impuestos de dicho género. Es lo que se conoció como Boston Te Party, tomado como símbolo por la derecha americana. Cuentan que aquel motín se planeó en una coffee house, El Dragón Verde. El primer café bostoniano se abrió casi un siglo antes, en 1689.


 
Y hasta aquí el repaso por la ajetreada vida política del café. No voy más allá, a las revoluciones liberales europeas y a los cafés españoles del XIX, pues mi novela se desarrolla en la segunda mitad del XVIII. Sí te voy a dejar con una sentencia de Yago Valtrueno, su protagonista, que puede resumir lo que hasta ahora has leído. El pícaro coruñés lanza un desafío a la Madre de Todos los Poderes:
"Dormir es capitular ante la Muerte machacona, que todas las noches nos recuerda que algún día no volveremos del sueño. Ella es la que manda, y no Dios. Lo único que puede hacer ese judío viejo y huraño es crear más y más vidas para que la Parca las consuma en su hoguera eterna, como leños en invierno. Por eso amo el café, porque me mantiene despierto y se lo orino a la Muerte en la cara."


 

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