GUIRIS CON PUÑETAS
Lord Byron
(1)
"Las españolas no son nada discretas"
Dandy es una de esas palabras que cualquiera arrastra por el fango casi todos los días. Será ignorancia, será petulancia, o serán ambas -ancias. Por poner un ejemplo, Fred Astaire no era un dandy, por mucho chaqué que se echara a la chepa, ché (dilo rápido...). Y Cary Grant tampoco. Lo siento, pero no y no. Eran dos tipos con percha, cada uno la suya, o vete a saber, que yo ya no pongo la mano en el cul..., digo en el fuego por nadie.
Fíjate en lo que te digo, Johnny Rotten, el de los Sex Pistols, era más dandy, pero a una millonada de años luz, que el bailarín y el galán de más arriba y que el engominao del anuncio. Vale, te dejo que inspires y expires para bajar el sofocón... Otra vez, hazme el favor... Y ahora un poquito de ¡Ooooooooommm! Mejor, ¿verdad? Pues sigo.
George Bryan Brummell, Beau Brummell, fue un dandy. Es legendaria su adaptación a los salones de la chaqueta roja que los británicos usaban solo en la caza del zorro. Un escándalo, pues rompía así las reglas de la decencia en el vestir. Oscar Wilde no habría pasado de elegante si no hubiera prendido en la solapa de sus levitas grandes orquídeas amarillas, amén de corromper a donceles de la buena sociedad. Aunque, la verdad, nunca quedó claro quién corrompió a quién.
Un personaje de Wilde, Dorian Gray, cruel, bellísimo, ambiguo, narcisista, satánico e inmortal, pero eternamente joven, es el colmo del dandismo. El mismo Lord Byron expresó esta condición del alma ataviándose como un señor de la guerra albanés y haciendo de su vida un paseo al borde de todos los abismos, otro de los requisitos inexcusables de un verdadero dandy. ¿Y con qué objetivo? Con ninguno, salvo el de regresar un día a la nada, mejor antes de envejecer. Los objetivos son burgueses, el dandismo es aristocrático. Los pijos de consejo de administración de hoy día se creen dandies porque lucen relojes como el de la Puerta del Sol en la muñeca y empuñan la última versión del móvil de moda. Un dandy nunca mira la hora, eso es para gente que vive bajo la maldición de Adán: gánate el pan con el sudor de tu frente... y el dandy es la serpiente en el Edén; y no necesita maquinitas para comunicarse porque lo que tiene que decir lo grita con su figura, su vestuario y su ademán.
Por eso, por ser bello y disfrutarlo; por nacer cojo y andar con elegancia; por brillar como un rubí sin dueño en la carbonera previctoriana; por despreciar con arte y con su arte; y por nunca pedir perdón... George Gordon Byron (1788-1824), sexto barón de su apellido, tuvo que huir de una Inglaterra que le apretaba como el zapatito de cristal a la madre de Dumbo.
En el verano de 1809, con veintiún baqueteados años gracias a su orgiástica vida universitaria en Cambridge, y recién nombrado par, pero muy díscolo, en la Cámara de los Lores, Byron se lanza a su Grand Tour, el viaje iniciático de los jóvenes aristócratas ingleses por Europa: Holanda, Francia, Suiza, Alemania e Italia. Por entonces, con las águilas napoleónicas sobrevolando el continente, Francia era opcional. Tal era la norma, así que Byron tuvo que saltársela: Portugal, España, Malta, los Balcanes, Grecia y Turquía. Cuando su barco parte de Falmouth, en Cornualles, el barón da la espalda a la isla y declara: "Me voy de Inglaterra sin pena. Volveré sin placer".
Le acompaña su amigo John Cam Hobhouse, primer barón de Broughton, futuro político radical que acuñó el título que aún hoy se da a la oposición británica: La Muy Leal Oposición de Su Majestad. Sí, a mí también me ha extrañado lo de "radical", pero eso dicen sus biógrafos.
De Lisboa, primera singladura de su viaje mediterráneo, tienen que salir por piernas. Byron, excelente pugilista, se parte la cara a la salida de un teatro con los esbirros de un hidalgo portugués: no ha tenido mejor ocurrencia que tirarle los tejos a su esposa. Bastante golpeados, los dos camaradas y sus criados pasan a España disfrazados de oficiales británicos. De ese modo, los españoles, en guerra con Napoleón, simpatizarían con aquel par de pájaros y los bandoleros y guerrilleros no les sacarían los higadillos.
Antípoda de las quejas de Giacomo Casanova es la opinión de Byron sobre las carreteras y los transportes españoles. El inglés se asombra de que pudieran llegar a Sevilla en solo cinco días, gracias, sobre todo, a los magníficos caballos andaluces que montaban. Sí lamenta, en cambio, que la dieta fuese tan aburrida: "Huevos y vino en todas las comidas. Y malas camas". Me da que la muy ceniza de Mrs. Mortimer, que puso a España a caldo en su guía de viajes, se inspiró en Byron para hacer una crítica muy parecida, con la diferencia de que ella no salió de la isla.
Los dos inglesitos pasaron tres días en Sevilla que pudieron ser como tres noches toledanas. Sin embargo, a Byron le sobrevino un insospechado apocamiento. La cosa fue así. España estaba en pie de guerra contra la Francia imperial. La Junta Central que "gobernaba" el país en nombre del rey cautivo, Fernando VII, se había hecho fuerte en la capital andaluza. El lord pudo ver a Agustina de Aragón paseando por las calles sevillanas con más medallas que un capitán general, animando así a una población que no necesitaba ánimos, tal y como afirma Byron en su poema narrativo Las peregrinaciones de Childe Harold:
Los dos inglesitos pasaron tres días en Sevilla que pudieron ser como tres noches toledanas. Sin embargo, a Byron le sobrevino un insospechado apocamiento. La cosa fue así. España estaba en pie de guerra contra la Francia imperial. La Junta Central que "gobernaba" el país en nombre del rey cautivo, Fernando VII, se había hecho fuerte en la capital andaluza. El lord pudo ver a Agustina de Aragón paseando por las calles sevillanas con más medallas que un capitán general, animando así a una población que no necesitaba ánimos, tal y como afirma Byron en su poema narrativo Las peregrinaciones de Childe Harold:
No previendo la suerte que les amenaza,
los sevillanos se entregan a fiestas,
a cantos gozosos y a diversiones.
La locura jamás ve desiertos sus altares,
y la lujuria de los jóvenes campa por sus respetos.
La saturación de políticos, militares y refugiados, junto a la numerosa población sevillana, dificultaba el hacerse con una habitación. Por medio del cónsul inglés, Byron y Hobhouse son alojados en el número 19 de la calle Cruces, en el barrio de Santa Cruz. En esa misma rúa nació en 1802 el cardenal Nicholas Wiseman, autor de la novela Fabiola, nombre que recibe hoy esa calle.
La casa pertenecía a dos hermanas solteras, Josefa y Teresa Beltrán, propietarias de otros cinco inmuebles. Así las describió Byron en una de las muchas cartas que envió a su madre en sus dos años de turisteo meridional:
"Son mujeres de carácter, la mayor hermosa y de mejor figura que la pequeña, quien, no obstante, es bonita. No me sorprendió poco su liberalidad en el trato conmigo, que es general aquí. No es la discreción un adorno de las mujeres españolas, muy guapas, y de grandes y bellos ojos. Ambas hermanas me ofrecieron un curioso ejemplo de las costumbres del país. De hecho, la mayor honró a tu indigno hijo con atenciones muy especiales".
No son las damas de España
de la raza de las amazonas,
sino que están hechas para
las hechiceras artes del amor.
El caso es que, nada más echarle el ojo a Byron, Pepa Beltrán se le echa encima con todo lo demás. Mire usted por dónde, resulta que el inglés ya sabía que ella estaba prometida a un oficial español. Puede que eso -más la paliza en Lisboa, más el susto por lo echás p'alante que le parecieron las sevillanas- empujase al galán a recular. La Beltrán quiere animarlo susurrándole al oído que no es el primer inglés, ni mucho menos, que se trajina, pero ni por esas se nos viene el poeta arriba. Y aunque hay quien jura que el libertino se llevó por delante a las dos hermanas y al novio con charreteras, parece que no hubo juerga y que Byron se retiró en blanco a sus aposentos.
Cuando en la mañana del cuarto día los viajeros parten, Josefa Beltrán le reprocha a Byron -con una sonrisa, eso sí- el haber sido tan timorato. Como acto de postrera y dramática rendición ante la belleza del anglo, Pepa se corta la trenza como los toreros la coleta, anunciando así que deja las corridas para sentar la cabeza junto al sordaíto español.
La sevillana, que ya se ve que era de tijeras tomar, le regala el mechón -de un metro de largo-, al apabullado lord. A cambio le corta un bucle a él. Y Byron no tiene nada mejor que hacer que enviarle la trenza a su madre, a la que confiesa, casi escandalizado, que Pepa le dio un largo y estrecho abrazo de despedida y que le echó un ramillete de piropos. Si eso no es un Edipo, que venga Electra y lo vea.
Todas estas cosas se saben porque en 1830, seis años después de la muerte del poeta, el baladista irlandés Thomas Moore publicó la correspondencia entre madre e hijo: Carta y diarios de Lord Byron, con noticia de su vida. La semana que viene te contaré de qué manera salieron los viajeros de Sevilla y cómo llegaron a La Tacita de Plata, segunda etapa de sus andanzas españolas. Por cierto, ya que hablamos de tazas, te recuerdo que allá por julio de este año publiqué una CITA EXPRÉS sobre la afición de Byron al café: "Clavo, canela y azafrán lo echan a perder". Tómalo como una invitación, pues así te lo ofrezco. De nada.
Continuará...
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