sábado, 19 de diciembre de 2015

GUIRIS CON PUÑETAS 

Navidades sí; españolas no




Soy consciente de que a veces cargo un poco la mano en los titulares, ¿pero qué quieres? Somos tantos blogueros asomando la cabecita entre la malla de la Red, que de algún modo habrá que hacerse notar. El título de hoy -que ya verás que no es exagerado- viene por las muchas quejas que oigo y leo sobre la invasión de tradiciones extranjeras en las Pascuas españolas.

A los que se quejan no les falta razón: entre Halloween y Santa Claus, con el Black Friday por en medio, solo nos falta disfrazarnos de indios y puritanos y celebrar Acción de Gracias. Yo ya estoy preparando los petardos para el 4 de julio, por si las moscas. No sé decirte si tiene que ver con la globalización o con la idiotización, pero así está el paisaje. Y el paisanaje. Para mí, lo peor no es que adoptemos costumbres que nada -o eso creemos- tienen que ver con nosotros; al fin y al cabo, las costumbres, los idiomas y las fronteras cambian con el tiempo. Lo peor, y lo único que se mantiene, es la codicia de quienes te venden lo que sea a costa de tu alma, como si fueran mefistófeles del Hades consumista.

Pues ojo a lo que te traigo. Aquí suelo hablar, en general, del siglo XVIII español y de lo mucho que se me parece al nuestro, aún balbuciente. Desde hace dos meses, y a mayores, te cuento las opiniones sobre España de unos cuantos guiris ilustrados, con sus puñetas, su camisita y su canesú. Hoy lo junto todo para presentarte una entrada de GUIRIS CON PUÑETAS que no tiene como protagonista a un viajero dieciochesco, sino a un país y a sus navidades presuntamente tradicionales. En realidad, no quiero engañarte, se trata de una revisión, corrección y actualización de una vieja entrada que me trae un inesperado sentimiento de añoranza al confirmar que el tiempo pasa por la escritura igual que pasa por la piel. Así que nada, a renovarse; y tú prepárate...

Fue en aquellos tiempos de las luces -las del intelecto, no las navideñas- cuando llegaron a España -sí, he dicho "llegaron"- tradiciones pascuales que, si preguntas por ahí, te dirán que ya las celebraban los reyes godos. Pues de eso nada, y te lo voy a demostrar. Vamos por orden. O sea, empecemos por el Gordo...



Carlos III llegó a España en 1759 para hacerse cargo del trono de un imperio; venía de ser rey de Nápoles. Por mucho que lo disfracemos de bondadoso ilustrado y de magnífico alcalde de Madrid, el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio tuvo como rasgos fundamentales de su política la fuerza y la absoluta conciencia de ser el dueño de todo. Eso significaba presencia internacional -diplomática y bélica- a costa de sangrar a España y América. Ya sé que no es lo que primero que te cuentan por ahí, pero por eso hay bibliotecas y librerías.

Tres años después, en 1762, la vida se le tiñó a Carlos de Borbón del color del sobaco de un cuervo. Los ingleses conquistaron La Habana y Manila y se asentaron en Belice; Madrid tuvo que romper hostilidades en el Atlántico Sur con británicos y portugueses, con las Malvinas de por medio, claro. Un año antes, por culpa de pactos familiares con los Borbones franceses, España se había metido de cabeza en la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Aunque siempre hemos llamado "mundiales" a las dos grandes guerras del siglo XX, las del XVIII no lo fueron menos, pues los soldados de las monarquías europeas lucharon en Europa, en las dos Américas y en Asia, como puedes ver en el mapa; en verde tienes a Francia y sus aliados y en azul a los ingleses con los suyos. ¿Las causas de aquel conflicto? El dominio de Silesia y la supremacía colonial en América del Norte y la India.



Por si fuera poco, 1763 fue un año de hambruna en la Península al malograrse la cosecha de trigo. Hoy, sobre todo si estamos a dieta, podemos prescindir del pan, pero entonces era indispensable como base alimenticia. Con semejante panorama, al ministro de Hacienda, el impopular (va con el cargo) Marqués de Esquilache, se le ocurrió un modo de hacer sangría sin usar sanguijuelas fiscales: ¡la Lotería!




En realidad, Carlos III y Esquilache la importaron de Nápoles. Era casi gemela de la hoy llamada "Primitiva", de ahí el nombre de la actual. El primer sorteo se celebró el 10 de diciembre de 1763; se recaudaron 187.500 reales, de los que tres cuartas partes se fueron en premios (141.000, real arriba, real abajo) y el resto a la Hacienda del Rey (que no era la de todos). La Lotería moderna nació en 1811, también como aporte de fondos bélicos a la guerra contra Bonaparte. El 18 de diciembre de 1812, en Cádiz, se celebró el primer sorteo decembrino. El primer Gordo cayó en el 03604. Ochenta años después, el 23 de diciembre de 1892, se celebró el primer sorteo de Navidad instituido como tal. En fin, que el "tradicional" Gordo lo es por los macarrones napolitanos, no por la tortilla de patatas y el jamón.

Repuesto de la desilusión de que el invento de la lotería no venga de un ¡Eureka! de don Pelayo en Covadonga, me apresto a montar el belén. "¿Me vas a decir que tampoco es español?". Pues sí, te lo voy a decir. El belén también es espaguettino, lo mires como lo mires.




Se dice que el primer belén lo armó san Francisco de Asís en la Nochebuena de 1223, en la Toscana. Aquel nacimiento netamente religioso llegó a España con los franciscanos. Pero fue Carlos III -dos de dos- el que nos trajo el pesebre que hoy conocemos: cortesano, lujoso y pleno de arte, heredero de los presepi esplendorosos del Reino de las Dos Sicilias. Aquellos belenes se convirtieron en un juego de nobles, un divertimento mundano y elegante para la aristocracia y la burguesía rampante, que yo recuerdo haber repetido, sin tanto lujo, en mi niñez. Cuando revivo a mi madre y al niño que fui armando el belén dos días antes de Nochebuena, aún con los ecos de los cantores de San Ildefonso en los oídos, se me eriza el vello de los brazos. "¿Has dicho dos días antes?"... Sí, claro, cuando llegaba la Navidad; es que era un belén casero, no de centro comercial, que los ponen en manga corta... "¡Qué exótico, qué aventureros, qué locos, casi en la víspera!".




Llegados a este punto -sin salir de pobres y con ganas de montar un belén-, nos disponemos a cenar. Igual tú cenas besugo encamado en patatas jugosas; o una gallina de verdad escoltada con lombarda y castañas; o bacalao con coliflor y ajada... O yo estoy flipando mucho porque me he creído que hemos salido de la crisis. En todo caso, en el reino fantástico de la Navidad el pavo es el rey de la mesa. En las nochebuenas del siglo XVIII español ya se comía pavo, especialmente en Cataluña, donde gustaban mucho de la volatería, como atestigua este viajero español, ejemplo de burócrata ilustrado:
"Hay también algunas comidas de cajón, que no se dejan por más que valga menos la faltriquera [...] por Navidad, el pavo con los turrones y barquillos para postres, con su malvasía para mojarlos" (Diarios de los viajes hechos en Cataluña, Francisco de Zamora, 1790)
¿Y de dónde vino el pavo? "¡De Nápoles y lo trajo Carlos III!"... ¡Eeeeeeeerror!: de Méjico y lo trajo Hernán Cortés en el primer tercio del siglo XVI. Los aztecas lo llamaban guajolote y los jesuitas lo introdujeron en Europa. ¿Satisfecho? Pues vamos a por las uvas... "¡¿Tampoco las uvas?!" ¡Taaaaampoco! Empiezo a disfrutarlo; me siento como el amigo que te contó que no existen... Bueno, ya me entiendes, esos tres señores que le hacen la competencia al otro más gordo con barba blanca... ¿Algún niño en la sala?

La "tradición" de las doce uvas no es del XVIII, nace en el siglo XIX, pero total, ya puestos a desbaratarte los esquemas, tiro pa'lante. A las uvas de Nochevieja las parieron los fashion victims de la época y, a mayores, unos agricultores agobiados. De entrada, fueron los pijos decimonónicos madrileños los que importaron la moda francesa de tomar champán con uvas la última noche del año.


Pero en 1903, viticultores levantinos agobiados por el excedente de uva popularizaron definitivamente esa costumbre exquisita. Y ya ves, hoy habrá quien piense que el Cid se las ponía en la boquita a doña Jimena mientras su escudero daba las campanadas en el escudo.

Miedo me da, por si te da algo a ti, mencionar el turun, dulce de miel y frutos secos del que habla un médico musulmán del siglo XI en su tratado De medicinis et cibis semplicibus. Por no traer a colación el mazapán persa, o árabe, que ahí no se ponen de acuerdo los gastrónomos.

Y por fin... "¿Pero aún hay más?: ¡Atila, que eres un Atila de la Navidad! Por donde pisas ya no crece el acebo". Oye, ¿qué quieres que te diga?, culpa mía no es. Te iba a contar que, por fin, llegamos al roscón. Y aquí nos vamos a ir aún más lejos, hasta la Saturnalia romana, la fiesta del solsticio de invierno -nuestra Navidad-, cuando amos y esclavos intercambiaban sus papeles. Era una especie de carnaval en el que se comían tortas de harina y miel rellenas con higos y dátiles y que tenían sorpresa: un haba seca dentro. Quien la encontraba era coronado como Rey del Haba.

La costumbre renació en la Francia medieval y de allí la trajo Felipe V siglos más tarde. En la corte francesa el haba quedó como minucia y burla, siendo el regalo una codiciada moneda de oro. En España, el roscón se acompañaba, y se acompaña, con chocolate, que, mira por donde, también vino de Centroamérica, donde los aztecas lo tomaban sin azúcar, pero con harina de maíz y ají.

Por cierto, son los antiguos latinos los creadores del aguinaldo. Un rey mítico de los sabinos, Tito Tacio, tenía la costumbre de regalar ramilletes de verbena, hierba portadora de felicidad, al comenzar el año. Ese humilde hábito se transformó en una ceremonia de pleitesía en la que los plutócratas romanos recibían presentes del resto de ciudadanos, obligando a los pobres a gastar lo que no tenían.

Tal costumbre se mantuvo a lo largo de los siglos hasta que en Francia quisieron prohibirla durante la Revolución. Imposible. Los sirvientes de toda condición pusieron el grito en el cielo, pues se habían acostumbrado a recibir un aguinaldo al llegar la Navidad.

En resumen: el Gordo, los belenes y el aguinaldo, italianos; el pavo y el chocolate, mexicanos; y las uvas y el roscón, franceses. Y a ti te preocupa Santa Claus... ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?, ¿de jota? Pues resulta que la jota tampoco... ¡vale, vale!, lo dejo ahí. No, no lo dejo, porque la pandereta, a la que tanto nos gusta asociar a nuestro país, es casi seguro que naciera en Oriente Medio cuando Matusalén perdió su primer diente de leche. En fin, que nuestras más sentidas tradiciones pascuales son guiris, ¡menuda puñeta!

Bueno, no te lo tomes a la tremenda. Conocer el origen de una tradición que creías propia te puede ayudar a ser más tolerante con esas otras que hoy aborreces. Es Navidad, permite que la mansedumbre, la flema, la paciencia bienvenida y la paz te inunden. ¿Qué más te da? Escoge, haz tuyas las tradiciones que te hagan feliz y deja a los demás con las suyas. Es tiempo de recogerse al abrigo de los fuegos interiores, no de los de una chimenea, sino de esos otros que levantan las brasas de tu memoria y tu corazón. Ten una Feliz y Mansa Navidad. Te lo deseo...



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sábado, 5 de diciembre de 2015


GUIRIS CON PUÑETAS

Lord Byron 

(y 2)


 


"Estoy enamorado de España"


Me gusta el jerez; me gusta mucho el jerez. Y lo digo antes de que se ponga de moda. Ya lo sufrí con el gin tonic, cuyas copas son hoy, por mor de la pamplina, un modelo a escala de los jardines colgantes de Babilonia. Y le está pasando al vermú, que de aperitivo dominguero y barrial, tomado sobre una alfombra crujiente de huesos de aceituna y cabezas de gambas, ha pasado a las manos pegajosas del hatajo de petimetres que deciden lo que mola y lo que no. ¡Puuuuaaaaaaaaaaj! Vete preparando, porque ya hay tontódromos con licencia de hostelería en donde no te sirven un vermú rojo si no recitas de carrerilla veinte de las cuarenta hierbas que componen su fórmula. Y para la segunda ronda, las otras veinte sin repetir ninguna.




Cuando veo una botella de Tío Pepe se abre una espita de mi memoria infantil por la que chorrean navidades con riachuelos de papel de plata, nubes de algodón sanitario y un castillo de Herodes con las murallas de corcho; me inunda las narinas el aroma de sardinas asadas en brasas morunas, el sabor de raciones de caracoles picantes y mi abuela cocinando bacalao con coliflor; veo vacaciones con tebeos del Capitán Trueno, del Jabato y del Corsario de Hierro y con westerns de sobremesa; y a mi padre y a mi tío, un poco más allá de achispados, llenando copas y soltando picardías y canciones tristes: "La Nochevieja se viene, la Nochevieja se va y nosotros nos iremos y no volveremos más". El que siempre volvía era el Tío Pepe, uno más de la familia reunida, oloroso al escanciarlo y persistente en las copas vacías.

El jerez no es para andarse con bobadas. Es para pedir la botella, una cubitera para que no se caliente y, ¡hala!, a beberlo mientras uno habla de otras cosas. El jerez es un buen compañero de rondas, pero si el primer pisaverde que cree que Baco le hizo la boca se atreve a exponerlo como si fuera una loba de Gran Hermano en Sálvame Deluxe, pues es normal que el vino pierda su pudorosa palidez y yo la paciencia. Como dijo del café Jacques Delille, al que dediqué en primavera una CITA EXPRÉS, con el jerez siento que "bebo un rayo de sol en cada gota". Y me lo callo, lo paladeo y cotorreo banalidades, que para eso son las tertulias de bar. Y vale ya de hablar de mí, que aquí hemos venido a hablar de George Gordon, dandy entre los dandies, y de su paso por España camino del Levante mediterráneo.





No tengo certeza de que unas pintas de vino jerezano le diesen al perdulario de Lord Byron las bárbaras ideas de meter un oso en el Trinity College de Cambridge o de trasegar en calaveras, como los vikingos de Serie B; pero pasó, allá por 1805. De lo que sí estoy seguro es de que sus brumas de spleen, las propias de un colmo del Romanticismo como él, se le despejaban gracias al sol embotellado en Jerez. 

Que la aristocracia británica bebe sherry como si mañana se les fuera a hundir la isla es un tópico más viejo que el Canalillo. En la Edad Media ya se exportaban vinos jerezanos a la Europa occidental. Pero fueron los piratas ingleses, que tenían a Cádiz como su jauja, los que, mire usté por dónde, promocionaron con sus rapiñas la Marca Jerez en la Pérfida Albión. Cuando un compinche de Drake, Martin Frobisher, saqueó La Tacita en 1587 se llevó tres mil botas de sherry. En 1596 volvieron a por la segunda ronda, a costa, una vez más, de los bodegueros gaditanos. En la segunda mitad del XVII corrían por Londres unos versos, atribuidos a Thomas Jordan, que glosaban las virtudes del jerez. El tal Jordan, poeta y actor, escribió lo que sigue:

¡Bebed y sed felices,
bebed y sed felices,
danzad, bromead y regocijaos
con clarete y sherry,
tiorba y voz!

La tiorba es una especie de laúd barroco para tunos de la NBA, como bien se aprecia en la foto que ilustra estas líneas.



En 1754, Arturo Gordon, escocés católico y jacobita, llega a Jerez de la Frontera huyendo de la persecución inglesa. Como de tonto no tenía ni las intenciones, abre casa y bodega, Las Atarazanas, en la plaza de San Andrés, y se mete a exportar jerez a los mismos que querían verlo colgado de una soga. Y oye, míster Gordon se hace rico metiéndose en las faltriqueras las libras de sus enemigos. La empresa se vuelve familiar cuando llama a sus sobrinos y los pone al frente del negocio en 1794.



A estos Gordon, parientes lejanos, rinde visita Lord Byron en julio de 1809. Tras recular con muy poco donaire ante los avances eróticos de una sevillana con arrestos y unas buenas tijeras, como ya te conté la semana pasada, Lord Byron y su amigo Hobhouse, barón de Broughton, tomaron, si no las de Villadiego, sí las de Cádiz. Cruzan por Alcalá de Guadaira y Utrera y son recibidos por Jacobo Arturo Gordon Smythe, de los Gordon de toda la vida (llevaban cincuenta y cinco años en Jerez). En las bodegas de su pariente, Byron sacia su sed "bebiendo del auténtico manantial" del sherry. En el Puerto de Santa María acude a un festejo taurino. No le agrada; considera que es un espectáculo cruel y sangriento y le disgusta el sufrimiento del toro:

Se detiene... arranca... resistiéndose a ceder: 
Lentamente se desploma entre gritos de triunfo,
Sin un bufido y sin esfuerzo muere.


Le llama la atención, en cambio, la mezcla, casi promiscua, de ricos y pobres en el coso. El 29 de julio atraviesa la bahía y desembarca en Cádiz, que era, por entonces, la retaguardia de la guerra, con muchos nobles buscando distraerse de los inconvenientes que les ha provocado Napoleón. Si Sevilla le había parecido "una ciudad bonita", al toparse con la capital gaditana implora a las musas que vengan en su auxilio. Y así lo refleja en el Canto I del Childe Harold:

Bella es la orgullosa Sevilla, que su país ostente
Su poder, riqueza, antigüedad;
Pero Cádiz, erguida en la distante costa
Pide un elogio más dulce en su humildad.


Es verdad que tras arrebatar a Sevilla el monopolio del comercio con América, La Tacita se había convertido en una de las ciudades más cosmopolitas, laboriosas, ricas y entretenidas de Europa. Cuando Byron la pisa, sin romperla, estaban lejanos los tiempos de esplendor, pero quien tuvo, retuvo:
"Cádiz, dulce Cádiz, es el primer rinconcito de la Creación. La belleza de sus calles y mansiones solo es superada por las de sus moradores".
Sabemos que Byron hacía, como un buen spaniel bretón, a pelo y a pluma. Así que es normal que se maravillase de la belleza de todo hijo e hija de la ciudad. Pero luego especifica:
"Debo confesar que las mujeres de Cádiz son, de lejos, superiores en belleza a las inglesas..."
Y lo pudo dejar ahí, pero siguió especificando:
 "...mas son inferiores a las nuestras en toda cualidad que dignifique al Hombre".
Bien le podríamos decir "l'as cagao por bocón, Lor Bairón". Pero es que la ganas de meterse en líos no le faltaron nunca al inglesito, la verdad. Debió de pensar que no se había enjardinado bastante, así que siguió en sus trece y envidó trece más:
"Cuando una española se casa, abandona todo recato, aunque sea una monja antes del matrimonio. Si un caballero se permite una iniciativa con una doncella española, cosa que en Inglaterra se resolvería con un bofetón, ella le agradece el honor y responde: Espere usted a que me case y estaré encantada".
En fin que, según Byron, vosotras unas pendonas y nosotros unos cornúpetas; nuestros tatarabuelos, quiero decir. Pero no termina aquí su análisis de las mujeres andaluzas en particular y de las españolas en general:
"Son todas iguales, con una misma educación. Sabe lo mismo la mujer de un duque que la de un campesino; y en cuanto a modales, una rústica es igual a una duquesa. Son subyugadoras, pero solo tienen una idea en el magín, la que gobierna su vida: la intriga".



Hubo una excepción a las inclementes opiniones que el poeta mantuvo sobre las mujeres ibéricas. Se llamaba Carmen Córdoba y era hija de un almirante; la conoció durante una representación de opera en un palco del Teatro Principal. Así se lo cuenta a su madre en una de las cartas que le envió durante su viaje por el Mediterráneo:
"La joven era bella, de encanto parejo al de una inglesa, pero superior en fascinación. Tenía el pelo negro y largo, con lánguidos ojos negros y la piel aceitunada, con mucha más gracia en sus ademanes que las aburridas inglesas [...] una belleza irresistible".
Por lo visto, era dueña también de un desparpajo que nada tenía que envidiar al de la sevillana Josefa Beltrán, pues Carmen no duda en levantar a una dama del palco para sentarse al lado del galán. Se dice que ella le inspiró un poema, The Girl of Cadiz, que es un piropo versificado:

Oh, nunca me vuelvas a contar
Del clima boreal ni de las damas britanas,
No has tenido la fortuna, como yo, de disfrutar
de una beldad gaditana.

Al parecer, ella le ofreció clases de español y él le habló de amor en más de un idioma, incluido el de los signos. Si sería Carmen, no lo sé; si fue el jerez, ¿qué se yo?; si sería la belleza de una ciudad que se abre a un horizonte de promesas, vete tú a saber... El caso es que cuando Lord Byron abandonó España tras veinticuatro días de viaje y placeres, se hizo una promesa que desdice su condición de GUIRI CON PUÑETAS:
"Volveré a España porque me he enamorado de este país"
No está mal escucharlo de vez en cuando, incluso estaría mejor que alguna vez se nos escapase a los que habitamos en él. Es verdad que no nos lo ponen fácil, ¡qué va!, pero somos gente de corazón grande y generoso, ¿o no?


George Gordon, sexto barón de Byron, no cumplió su promesa. Unos años después murió por defender la libertad de otro país mediterráneo. Unas fiebres y el disgusto por el cainismo de los griegos, incapaces de unirse para sacudirse el yugo turco, acabaron por matarlo. Cuentan que los dioses olímpicos le permiten morir cada día en los Campos Elíseos para renacer, desmemoriado, al siguiente: así bebe jerez eternamente como si fuera su primera vez, maravillado por el prodigio de ese sol gaditano que explota en cada gota...


AGRADECIMIENTOS:

Me gusta el jerez por mis recuerdos de infancia, pero también por culpa de Juan Carlos Olivar Nieto, un maestro que me enseñó a beber, un amante del sherry y, ahora, un amigo en la lejanía. Gracias.

Foto: Marcos Míguez.

También quiero dar las gracias a Pepe Jiménez, un reciente contacto en Facebook, que me ofreció información para completar esta entrada.



Y, por último, a Elisenda Segura, que me recordó que, junto a Fred Astaire y Cary Grant, hay otro actor que ilustra a las mil maravillas la común confusión entre un hombre elegante y un dandy: David Niven.




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