sábado, 30 de enero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(1)



"Las españolas están muy flacas"


"Amiga de las hadas", así llamaron a Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d'Aulnoy. Más que nada porque fue la autora de una serie de cuentos feéricos que, a decir de muchos críticos literarios, están a la altura -o por encima- de los de Perrault, quizá porque son más crudos y del gusto de la sociedad galante.

Madame d'Aulnoy (1650-1705) forma parte de la tropa de mujeres cultas del XVII francés que pusieron en marcha salones literarios en los que recibían en desabillé a filósofos, escritores y diletantes. Era costumbre que tales reuniones de talentos tuvieran lugar en los aposentos privados de la anfitriona, a veces con ella encamada, de ahí la frivolidad con la que he traído el déshabillé, y no por otra cosa, que todo hay que explicarlo en estos tiempos huérfanos de ironía. Ya te hablé en este blog de otra de aquellas féminas francesas avant la lettre, Madame de Sévigné, autora de una colección de cartas que son de referencia en el género epistolar.

Pero aquella calificación de cuentista y amiga de los seres elementales la uso yo -muy arteramente- a cuento de otra obra de la d'Aulnoy: Viaje por España en 1679 y 1680, publicada en forma de cartas a una falsa prima de la autora. Dadas las fechas, es obvio que se zambulló en la plena decadencia del imperio y de la dinastía gobernante, la de los Austrias. De hecho, fue testigo de la boda entre Carlos II, el Hechizado, y María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV. Tal boda fue, en realidad, una garantía del tratado de paz de Nimega, que ponía fin a las hostilidades entre ambas potencias.



Un hispanista francés, avezado en la literatura de viajes, Raymond Foulché-Delbosc (1864-1929), echa por tierra la autoridad de nuestra protagonista porque afirma que nunca estuvo en España y que se lo inventó todo como si nuestro país fuese una tierra mágica ubicada más allá del arco iris y poblada por duendes y hadas. Sin embargo, el duque de Maura o el historiador Agustín González de Amezúa consideran que hay más verdad que fábula en el libro de la viajera francesa. Reconocen, eso sí, las muchas exageraciones que contiene, que achacan a bromas o maliciosas invenciones de los propios corresponsales y cicerones hispanos de la dama. Y es cierto que, a lo largo de la obra, madame d'Aulnoy es consciente de la cantidad de veces que se ríen a su costa, fundamentalmente porque es extranjera y eso nos pone a hervir la mala leche y nos empuja a la burla, para qué nos vamos a engañar. Oye, algún peaje tendrán que pagar por el sol, la comida, la farra y lo majísimos que somos, ¿no?

Quizá la d'Aulnoy fuese consciente de las dudas que suscitaba su obra, pues abre así la dedicatoria del libro, dirigida a Felipe de Orleáns, que fue regente de Francia: "No basta escribir cosas verdaderas, sino que hace falta que parezcan verdades". Otro erudito francés, Hippolyte Taine (1828-1893), no duda de las buenas intenciones de su compatriota y estima en mucho aquella relación del viaje hispano de doña María Catalina:
"La señora d'Aulnoy pertenece al gran siglo literario y a la mejor sociedad de la época y nunca se muestra gazmoña, filosofante ni pedante [...] Su decir parece el de una conversación, en la que resaltan, precisas y netas, las cualidades de una mujer francesa con talento y buena educación".
Esa cita de Taine me ayudó a centrar el contenido de esta entrada de hoy: ¿Qué opinaría una preilustrada francesa de sus congéneres ibéricas? Preguntémosle... 
-Madame d'Aulnoy, ¿qué opina usted de las mujeres españolas de su época? 
-Pues mire, joven, me alegro mucho de que me haga esa pregunta... 
Vale, vale, ya me centro. Empecemos con lo que entra por los ojos: el cuerpo y la cara. Para la viajera francesa, las españolas del XVII eran casi anoréxicas: "Este es un país donde agrada ver los huesos dibujados a través de la piel", sentencia. Según la d'Aulnoy, nuestras compatriotas de entonces eran, a conciencia, escurridas: "Cuando los pechos empiezan a desarrollarse, los cubren con tenues laminitas de plomo, y se fajan como se les hace a los recién nacidos". Lo contrario que en la flamante corte de Versalles, donde las damas se subían los pechos a la barbilla con ayuda de las abuelas del corsé, las cotillas. "Mucho aceite y poca mantequilla", le faltó decir a la sorprendida viajera. Culpa de tan extrema delgadez a una de las modas culinarias de la España del Siglo de Oro, de la que fue testigo en varias chocolatadas organizadas en su honor:
"Hubo señora que sorbió media docena de jícaras, una después de otra; y algunas hacen esto dos o tres veces al día. No es extraño que las españolas estén flacas, pues no hay cosa más ardiente que el chocolate, del que tanto abusan. Además, cargan de pimienta y otras especias cuando comen, de modo que debieran abrasarse".
Para que entendieras bien la relación entre un alimento "ardiente" y la delgadez tendría que extenderme sobre las teorías médicas de entonces acerca de los humores y la temperatura o humedad de los alimentos. No solo sería engorroso, sino, en algún caso, hasta jeroglífico, así que lo dejamos. Madame d'Aulnoy ilustra a sus paisanos sobre otro hábito de las españolas que contribuía a su delgadez. Para ilustrarlo, traigo aquí el cuadro más famoso de Velázquez, Las meninas. Mejor dicho, te ofrezco un detalle de él.




Puedes ver como la menina María Agustina Sarmiento de Sotomayor le ofrece a la infanta Margarita Teresa de Austria un búcaro en una salvilla. ¿Chocolate? ¿Agua? ¿Azucarillos y aguardiente? Puede ser, pero también que la ofrenda sea, lisa y llanamente, el búcaro, una droga a la que fueron muy aficionadas las españolas nobles. Sí, lo que te digo es que se los comían. Y flipaban en colorines. Lo dice la d'Aulnoy:
"Ya os hablé de la pasión que muchas ponen en mascar esta tierra. Suelen quedar opiladas [obstruidas; dicho del estómago: Llenarse de agua]: el estómago y el vientre se les hinchan y endurecen y la piel se les pone amarilla como un membrillo".
A tal punto llegaba la adicción que aquellos jarritos eran ensalzados como "golosinas". Y se consideraba de mucha etiqueta regalar "barros", como bien se deduce del cuadro velazqueño. Aparte de los españoles, eran muy apreciados los portugueses. Los confesores llegaron a imponer como penitencia durísima la abstinencia de comer aquella tierra sigilada. Con ella, las damas se intoxicaban, buscaban cierto nivel de anemia y conseguían empalidecer, lo cual era tenido por nota de distinción. Si crees que, como a la viajera francesa, se me ha ido la olla, citaré en mi favor a Góngora y a Quevedo:
"Niña del color quebrado, o tienes amor o comes barro".
"A Amarili que tenía unos pedazos de búcaro en la boca y estaba muy al cabo de comerlos".
Pretendían las adictas que la bucarofagia evitaba el menstruo y favorecía el aborto. Madame d'Aulnoy cita a una monja, sor Estefanía de la Encarnación, a quien le costó un año quitarse "de ese vicio, si bien durante ese tiempo fue cuando vi a Dios con más claridad". Y a Son Goku de pinche de Chicote en Infierno en la cocina, repartiendo hostias como panes, ¡no te jode!

La bucarogafia es una forma de pica, un trastorno alimentario que impulsa a ingerir sustancias incomestibles. Hace apenas un par de años, los muy sospechosos suplementos de estilo de los diarios nacionales e internacionales se inflaron de propagar una dieta a base de batidos de arcilla. Shailene Woodley, protagonista de la película Divergente declaró que se había sometido a ella, y tan a gusto la criatura. Estamos muy locos; aquí, o te encalas la nariz o te estucas el píloro o te cafeteas el esfínter, el caso es no dejar una membrana en paz.

Afirma nuestra madame d'Aulnoy que la geofagia, junto con el cacao desleído, que se tomaba muy azucarado, fastidiaba las dentaduras feminiles, que, no obstante, a la francesa le parecían "bien dispuestas, aunque serían más blancas si las cuidasen. Pero no solamente las abandonan, sino que las estropean a fuerza de comer dulces y chocolate". La viajera, horrorizada, toma nota de otra costumbre, ni mucho menos abandonada, que compartían hombres y mujeres: los pa'luego, es decir, el feo vicio de hurgarse las muelas con un mondadientes, ¡y en público! Te diré que los había de metales preciosos, de marfil y de maderas nobles, lo que no hacía aquel hábito menos plebeyo.


Pasemos ahora a lo que se llevaba sobre el cuerpo, o sea, más capas que las de una cebolla. Si quieres detalles, te remito a una entrada anterior que te puede dar una idea de por qué decimos "vísteme despacio, que tengo prisa". Aquí solo voy a fijarme en un par de notas de madame d'Aulnoy. La francesa alaba el donaire de las españolas: "Cuando andan, parece que vuelan [...] Aprietan los codos contra el cuerpo y corren sin levantar los pies del suelo, como quien resbala". Y eso a pesar de los endiablados chapines que todavía usaban algunas damas, un elemento solo comparable, en su inspiración demoníaca, a las correas extensibles caninas. "En el balcón de unos chapines subida", dice Lope de Vega. Fueron de uso obligado en la corte de los Austrias mayores, pero cuando la escritora francesa viajó a España aún se usaban: "Son una especie de sandalias donde se mete el zapato, y que hacen crecer prodigiosamente, pero que no es posible andar con ellos sin apoyarse en dos personas". D'Aulnoy cuenta el caso de una monja octogenaria con la que se entrevistó, a la que dos novicias habían aupado a una par de chapines; luego la tenían que sujetar por los brazos mientras estaba de pie.







Otro elemento de tortura indumentaria era el aparatoso guardainfante, que la madame tuvo que soportar durante alguna recepción en palacio como parte de su vestido a la española. La d'Aulnoy lo califica de "monstruoso" y jura que "no había puertas bastante anchas para dejarles paso". Fuera del protocolo iba siendo sustituido por el tontillo, que era una pizca más discreto. En las ilustraciones que siguen puedes notar la diferencia entre ambos. Las dos prendas se ponen entre las enaguas y las faldas, pero el guardainfante rodea la cintura mientras que el tontillo prolonga las caderas, con lo que las mujeres pasaban de mesa camilla para chocolatada a recibidor para dejar las llaves.








Todo esto que te he contado igual te parecen frivolidades. Y mira tú por dónde, puede que ellas, las españolas de la época, compartieran esa opinión. Por eso, para adornarse con aires de gravedad y circunspección, se puso de moda calarse antiparras, anteojos o quevedos, y cada vez más aparatosos, equilibrados sobre el puente nasal o atados con cintas a las orejas. Así mismo, como lo lees. Semejante coquetería era compartida por ambos géneros. Por tamaño y porque no servían para nada me recuerdan a las aparatosas gafas de las secretarias del Un, dos tres.

Cuando el marqués de Astorga y el duque de Osuna salieron a recibir a la prometida de Carlos II, la princesa de Orleáns, lucían grandes antiparras, como el resto del séquito español. Ello provocó la hilaridad de la caravana real francesa, cuyos miembros achacaron el uso estrafalario del complemento a la locura congénita de los españoles. Madame d'Aulnoy confirma que las damas hispanas "leen poco y escriben menos", por lo que malamente usarían los quevedos para esa función. Pero, al final, las indulta con esta benévola sentencia: "Aprovechan muy bien sus escasas lecturas, y lo que raras veces escriben resulta siempre oportuno y conciso". ¿Sabes qué? Voy a dejarlo aquí. La viajera francesa añade a estas últimas palabras suyas que, en general, las mujeres que conoció en España mostraban un ingenio muy agudo; la semana que viene te voy a contar cómo lo empleaban para llevarse al huerto -o no- a tanto galán con pelaje de sátiro. Y no les quedaba otra que afinar mucho, pues vivían, sin exagerar, tal y como viven las mujeres de los talibanes. Así que, igual que muchas de ellas a sus galanes, hoy te voy a dejar con las ganas...


Continuará...


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18 comentarios:

  1. Hay que ver de lo que somos capaces las mujeres para resultar atractivas, aunque, a veces en ese obsesivo empeño, acabemos torturándonos sin piedad. Excelente entrada, Jose Juan

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    1. Sí, la obsesión es más bien antigua y, en según qué épocas, más que enfermiza. Muchas gracias, Carmela.

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  2. Tengo que reconocer que lo de torturarme no va conmigo. Subida a unos maxi-tacones me siento la reina del mambo, aunque tengo que reconocer que cada vez menos. No tolero las apreturas en la ropa y me apunto asiduamente a la comodidad.
    Ni dietas de arcilla, ni de nada. No me privo de nada, como dulces, quizás más de los que debiera, pero es que entre las pocas virtudes que me adornan, la cocina y la repostería son unas de ellas y, como comprenderás, hacer pasteles para no catarlos no entra dentro de mis planes.
    Estupenda entrada, como siempre, querido amigo.

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    1. Afortunadamente, esas obligaciones quedaron muy lejos. A disfrutar y ser feliz sin barro ni chapines. Muchas gracias por tu comentario. Un beso.

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  3. Parece una historia muy interesante, siempre se aprende algo más . Un saludo

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    1. Sí, eso es así: siempre hay algo nuevo que aprender y yo lo estoy aprendiendo gracias a este blog. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.

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  4. Hola Jóse Juan, qué interesante, la historia sorprende, que maravilla, cuánto detalle. Lo que hacían las mujeres, buen y lo que hacen ahora, equiparo esos chapines a los zapatos de aguja de ahora. Suerte con tu libro, un abrazo

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    1. Pues sí, a veces parece que no pasa el tiempo, ¿verdad? Muchas gracias.

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  5. ¡Madre mía! ¡Qué cosas! Menos mal que el siglo XX liberó a las mujeres. En realidad, yo suelo torturarme lo necesario y, aunque es cierto que a todas las mujeres nos encanta estar guapas, hay cosas de las que has relatado que, de haber estado en aquel momento de la Historia, creo que no hubiera hecho ni loca. Claro que... la sarna con gusto no pica. Un abrazo.

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    1. Sarna con gusto no pica, pero mortifica. Sí es verdad que os habéis liberado de semejantes esclavitudes, pero el siglo XXI también tiene sus cosas, ¿verdad? Muchas gracias por tu comentario, Macarena.

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  6. Genial y divertidísima entrada, eres un maestro. Me he quedado a cuadros con los del búcaro, de hecho, he tenido que acudir al diccionario porque no creía lo que estaba leyendo.
    Saludos!

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    1. A mí me pasó lo mismo cuando me enteré. La de veces que confirmé y reconfirmé lo de las Meninas, no me lo podía creer: ¡Drogas en una obra maestra de la pintura del Siglo de Oro! Sí, la Historia está llena de historias.
      Un saludo.

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  7. Perpleja me has dejado. Me has dejado "vuelta al aire" que decía un personaje de "Cuestión de sexo". ¿Comían realmente arcilla?, ¿en forma sólida, o sea, directamente del botijo? ¿sin sal ni pimienta? ¿O es una de tus bromas? Ignorancia la mía.
    Respecto al chocolate, creo que si realmente adelgazara lo tomaría tres veces al día. Me pasa como a Elisenda: disfruto tanto elaborando dulces como comiéndolos. Intento no abusar, pero es el último vicio que me queda tras dejar de fumar.
    Terrible lo de los chapines. No se parecen nada a los de Dolly en "El mago de hoz". Yo con dos centímetros, me tropiezo. Eran verdaderos andamios.
    Me ha encantado: Quedo esperando la continuación la semana que viene.
    Un beso.

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    1. Se los comían a mordisquitos con el objetivo de opilarse, es decir, de suspender la menstruación y empalidecer. Voy a tener que dedicarle una entrada. Era real, desgraciadamente real, y todo por moda. Hay menciones a esa costumbre en varias obras de los grandes del Siglo de Oro. En realidad, es un trastorno alimentario estudiado: geofagia. Y lo de los chapines se parece bastante a los stilettos de "Sexo en Nueva York", si te paras a pensarlo.
      Muchas gracias. Un beso.

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  8. ¡Que bueno, con lo que me gusta la historia y aún más sus anécdotas!!!
    Te felicito, una estupenda y entretenida entrada.
    Un saludo.

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    1. Pues me alegro mucho, Teresa. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.

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    2. Pues me alegro mucho, Teresa. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.

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