sábado, 9 de abril de 2016


GUIRIS CON PUÑETAS

Jean-François Peyron



"¿Y qué nación no tiene vicios?"



"Nos han pintado ya y muy a menudo a los españoles; pero cada provincia os ofrece un carácter particular". ¡No me digas! ¿Pero qué nos va a contar Juan Francisco Peyron (1748-84), francés, embajador y viajero, que no sepamos nosotros desde que Viriato era cabo furriel? Pues como quien oye llover, él, a lo suyo: 
"Esas provincias, que formaban en otro tiempo casi otros tantos reinos, parecen conservar el mismo espíritu de odio más o menos fuerte, en razón del alejamiento o la proximidad".
Esas son un par de pinceladas del fresco que Peyron hace de España en su libro de viajes Nouveau voyage en Espagne fait en 1777 et 1778. Nótese que usa el novedoso término "provincia", pieza básica del puzzle territorial borbónico. No hay ya, como los había con los Austrias, un reino de Castilla y otro de Aragón, así por lo grueso, sino un país centralizado bajo el poder absoluto del monarca soberano. Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares se convierten en provincias bajo mando militar por su apoyo al pretendiente austracista en la Guerra de Sucesión. Navarra conserva su condición de reino y Álava, Guipúzcoa y Vizcaya mantienen, como "provincias exentas", sus privilegios fiscales. Andalucía se divide en cuatro -Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada- y Galicia en siete: Orense, Tuy, Lugo, Santiago, Betanzos, La Coruña y Mondoñedo. Por lo demás, y simplificando, Castilla es Nueva y Vieja.


De aquellas pinceladas de Peyron pasamos a los brochazos. El español del siglo XVIII era, desde el punto de vista del viajero francés, religioso, pero supersticioso; paciente, pero holgazán; decente, pero altivo; caritativo, pero vengativo; leal, pero orgulloso; penetrante, pero ignorante. Eso sí, "no se advierte en el español el aire aturdido, las carcajadas ruidosas, tan comunes en Francia; ni el aire excéntrico, burlón y cáustico de los ingleses; ni el tono servil, falso y halagador del italiano". Concluye Peyron, por tanto, que el hispano tiene sus vicios, pero nos disculpa: "¿Cuál es la nación, cuál es el hombre que no los tiene?".


En una entrada anterior, otro guiri con puñetas, el caballero inglés Henry Swinburne, nos ofrecía un catálogo de las virtudes y los vicios hispánicos clasificados por provincias; aquí voy a repetir esa experiencia, pero según las impresiones de otro aristócrata, aunque este francés. Sigamos el orden por el que Jean-François Peyron se adentró en la Península Ibérica, por entonces exótica y asilvestrada, por mucho que hubiera sido la dueña de Europa, o casi. 

Puesto que entró por Cataluña, conozcamos, en primer lugar, su opinión sobre los naturales de esta región, "la más industriosa, la más activa, la más trabajadora", aunque sea "un pueblo aparte, siempre dispuesto a rebelarse". Sin embargo, hablamos de "la cuna española de las artes y los oficios: hay allí un grado de perfección que no se encuentra en el resto del reino"; lo que no quita para que el catalán sea "rudo, grosero, ambicioso, celoso e interesado", lo que no es óbice para que pueda convertirse en un "franco y buen amigo".

Siempre según Peyron, los valencianos son "astutos, falsos y más suaves en sus maneras [que los catalanes...]. El individuo más holgazán y más acomodaticio que existe", para rematar que "todos los volatineros, los santones y los charlatanes de España salen del reino de Valencia".

A los andaluces los define con una sentencia que está a medio camino entre la alabanza y el sarcasmo: "No tiene nada suyo, ni su lengua". Los compara con los franceses de la Gascuña, región de la que procedía el literario aspirante a mosquetero D'Artagnan: "Por la réplica, la rivalidad, la fanfarronería: se le distingue en medio de cien españoles", como supongo que a los sanguíneos gascones se les distinguiría entre cien galos.

Peyron considera a los sureños "hiperbólicos" y también falsos, como a los valencianos: "Tan pronto te ofrece su vida como se arrepiente"; y muy apegados a lo suyo, como el catalán; pero valientes, joviales, amables y pasionales como ellos solos. Y, a mayores, "bien formados y amantes de todos los placeres".

Los castellanos, sin que el viajero francés llegue a distinguir entre viejos y nuevos, son "altivos y graves", tal que viejos hidalgos. Su aire es "contemplativo, discreto y desconfiado". Amable, pero frío; frío, pero no afectado. Su juicio es sólido, su alma fuerte, su genio profundo: "Son aptos para las ciencias".

Con el gallego usa otra comparación con los naturales de otra región francesa, Auvernia, pues ambos se ven empujados a trabajar lejos de sus hogares. No andan lejos los asturianos, a los que Peyron considera fieles, pero "poco inteligentes", por lo que "casi todos son criados" en muchas casas de España.



Tras semejante repaso, Peyron menciona un feo vicio que arruina vidas a lo largo y ancho de Europa, el de las cadenas que atan a un hombre, y a muchas mujeres y niños de la época, a una botella. Asegura el viajero que no se puede hallar en la lista de los pecados españoles el de la embriaguez, "pues en tal nación se odia a los borrachos", sentencia el francés. ¡Brindo por eso! ¿Hacen unos vermucitos? ¿O unas cañitas?


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