viernes, 7 de julio de 2017

¡QUE ME MUDO!



Hace más de un año me despedía de todos mis lectores y amigos porque tenía por delante una larga temporada de televisión en Extremadura. Terminada aquella aventura, vuelvo por aquí para avisar a quien quiera seguir mis peripecias que acabo de estrenar mi web de autor y que, por tanto, este blog queda definitivamente cerrado. Lo pasé muy bien aquí, aprendí una barbaridad y conocí a mucha gente interesante; cumplió con su objetivo y le estoy muy agradecido.


En esencia nada cambia; en mi página continuaré contando mis cosas a mi modo y haciendo promoción, sin agobios y sin agobiar, de mis nuevas obras.

Os agradezco mucho vuestro tiempo e interés y nos vemos en mi nueva casa, cuya dirección os dejo aquí mismo:


¡Salud y éxito!

sábado, 9 de abril de 2016


GUIRIS CON PUÑETAS

Jean-François Peyron



"¿Y qué nación no tiene vicios?"



"Nos han pintado ya y muy a menudo a los españoles; pero cada provincia os ofrece un carácter particular". ¡No me digas! ¿Pero qué nos va a contar Juan Francisco Peyron (1748-84), francés, embajador y viajero, que no sepamos nosotros desde que Viriato era cabo furriel? Pues como quien oye llover, él, a lo suyo: 
"Esas provincias, que formaban en otro tiempo casi otros tantos reinos, parecen conservar el mismo espíritu de odio más o menos fuerte, en razón del alejamiento o la proximidad".
Esas son un par de pinceladas del fresco que Peyron hace de España en su libro de viajes Nouveau voyage en Espagne fait en 1777 et 1778. Nótese que usa el novedoso término "provincia", pieza básica del puzzle territorial borbónico. No hay ya, como los había con los Austrias, un reino de Castilla y otro de Aragón, así por lo grueso, sino un país centralizado bajo el poder absoluto del monarca soberano. Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares se convierten en provincias bajo mando militar por su apoyo al pretendiente austracista en la Guerra de Sucesión. Navarra conserva su condición de reino y Álava, Guipúzcoa y Vizcaya mantienen, como "provincias exentas", sus privilegios fiscales. Andalucía se divide en cuatro -Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada- y Galicia en siete: Orense, Tuy, Lugo, Santiago, Betanzos, La Coruña y Mondoñedo. Por lo demás, y simplificando, Castilla es Nueva y Vieja.


De aquellas pinceladas de Peyron pasamos a los brochazos. El español del siglo XVIII era, desde el punto de vista del viajero francés, religioso, pero supersticioso; paciente, pero holgazán; decente, pero altivo; caritativo, pero vengativo; leal, pero orgulloso; penetrante, pero ignorante. Eso sí, "no se advierte en el español el aire aturdido, las carcajadas ruidosas, tan comunes en Francia; ni el aire excéntrico, burlón y cáustico de los ingleses; ni el tono servil, falso y halagador del italiano". Concluye Peyron, por tanto, que el hispano tiene sus vicios, pero nos disculpa: "¿Cuál es la nación, cuál es el hombre que no los tiene?".


En una entrada anterior, otro guiri con puñetas, el caballero inglés Henry Swinburne, nos ofrecía un catálogo de las virtudes y los vicios hispánicos clasificados por provincias; aquí voy a repetir esa experiencia, pero según las impresiones de otro aristócrata, aunque este francés. Sigamos el orden por el que Jean-François Peyron se adentró en la Península Ibérica, por entonces exótica y asilvestrada, por mucho que hubiera sido la dueña de Europa, o casi. 

Puesto que entró por Cataluña, conozcamos, en primer lugar, su opinión sobre los naturales de esta región, "la más industriosa, la más activa, la más trabajadora", aunque sea "un pueblo aparte, siempre dispuesto a rebelarse". Sin embargo, hablamos de "la cuna española de las artes y los oficios: hay allí un grado de perfección que no se encuentra en el resto del reino"; lo que no quita para que el catalán sea "rudo, grosero, ambicioso, celoso e interesado", lo que no es óbice para que pueda convertirse en un "franco y buen amigo".

Siempre según Peyron, los valencianos son "astutos, falsos y más suaves en sus maneras [que los catalanes...]. El individuo más holgazán y más acomodaticio que existe", para rematar que "todos los volatineros, los santones y los charlatanes de España salen del reino de Valencia".

A los andaluces los define con una sentencia que está a medio camino entre la alabanza y el sarcasmo: "No tiene nada suyo, ni su lengua". Los compara con los franceses de la Gascuña, región de la que procedía el literario aspirante a mosquetero D'Artagnan: "Por la réplica, la rivalidad, la fanfarronería: se le distingue en medio de cien españoles", como supongo que a los sanguíneos gascones se les distinguiría entre cien galos.

Peyron considera a los sureños "hiperbólicos" y también falsos, como a los valencianos: "Tan pronto te ofrece su vida como se arrepiente"; y muy apegados a lo suyo, como el catalán; pero valientes, joviales, amables y pasionales como ellos solos. Y, a mayores, "bien formados y amantes de todos los placeres".

Los castellanos, sin que el viajero francés llegue a distinguir entre viejos y nuevos, son "altivos y graves", tal que viejos hidalgos. Su aire es "contemplativo, discreto y desconfiado". Amable, pero frío; frío, pero no afectado. Su juicio es sólido, su alma fuerte, su genio profundo: "Son aptos para las ciencias".

Con el gallego usa otra comparación con los naturales de otra región francesa, Auvernia, pues ambos se ven empujados a trabajar lejos de sus hogares. No andan lejos los asturianos, a los que Peyron considera fieles, pero "poco inteligentes", por lo que "casi todos son criados" en muchas casas de España.



Tras semejante repaso, Peyron menciona un feo vicio que arruina vidas a lo largo y ancho de Europa, el de las cadenas que atan a un hombre, y a muchas mujeres y niños de la época, a una botella. Asegura el viajero que no se puede hallar en la lista de los pecados españoles el de la embriaguez, "pues en tal nación se odia a los borrachos", sentencia el francés. ¡Brindo por eso! ¿Hacen unos vermucitos? ¿O unas cañitas?


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viernes, 12 de febrero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Richard Ford



"Un buen cocinero español
es cosa rara"



A finales de octubre de 1830, el caballero Richard Ford, de Londres, arribó a Cádiz con su esposa Harriet y sus tres hijos. No era un viaje de placer: ella padecía de los pulmones y su médico le había recetado el aire cálido de España. Ford dejó a su familia en Sevilla y durante tres años viajó por toda la Península, moviéndose, hablando, vistiendo y comiendo como sus naturales. Y todo lo anotó y bocetó.

Los Ford vinieron a España en plena Década ominosa (1823-33), los diez años de gobierno absoluto y corrupto de Fernando VII, después del trienio constitucional. Volvieron a Inglaterra a finales de 1833, cuando ya se olía la pólvora de la Primera Guerra Carlista, otra guerra de sucesión que dividió a España. Doce años después, Richard Ford, casado en segundas nupcias con Eliza Cranstoun, publicó una guía de viajes en dos volúmenes, con más de mil páginas: The Hand-Book for Travellers in Spain, and Readers at Home, uno de los libros más hermosos sobre España jamás escrito por un extranjero. Pero también uno de los más sinceros. Fue un éxito. La segunda edición la publicó en un solo volumen; el material desechado formó parte de otra obra: Cosas de España, que hoy puedes encontrar publicado en castellano. Azorín dijo de él que es "el libro escrito en el extranjero más minucioso, más exacto, más sagaz, más analizador sobre España, pero también el más acre, el más tremendo".

En otro de sus libros sobre nuestro país, Los españoles y la guerra, nos resumió así: "Tierra desgraciada por la que Dios ha hecho tanto y el hombre tan poco". Volveré a Ford más de una vez en estos GUIRIS CON PUÑETAS, pero en la entrada de hoy me concentraré en lo que el británico opinaba sobre nuestra cocina, la de entonces, claro.

Richard Ford (1796-1858) comienza así el apartado gastronómico de su guía española: "Se necesitaría demasiado espacio para exponer y digerir propiamente los méritos de la cocina española". Vaya, no es mal principio, ¿pero qué requisitos se exigían a un criado con vocación para los fogones?: 
"Para ser un buen cocinero, cosa rara en España, es preciso no solo conocer el gusto del señor, sino ser capaz de sacar partido de cualquier cosa [...] no hay nada tan ridículo en un cocinero, lo mismo que en cualquier otra persona, como querer aparentar lo que no se es".


Lo más criticable en un cocinero español, según Ford, era el ansia de imitar lo extranjero, especialmente lo francés, "de la misma manera que sus necios aristócratas destrozan su gloriosa lengua, sustituyéndola con lo que ellos suponen excelente parisién, que suelen hablar comme des vaches espagnoles ["como las vacas españolas"]".



Tal complejo de inferioridad gastronómica puede tener su raíz en las ácidas críticas de los maestros culinarios gabachos, que resumían así la magra dieta española:
"En el desayuno, un cucharadita de chocolate; en la comida, una cabeza de ajo empapada en agua; y en la cena, un cigarrillo de papel".
Dice el viajero inglés que nuestra cocina tiene su inspiración en Oriente, debido, sin duda, a la influencia árabe y judía. Y que, por escasez de leña y carbón, se basa en los guisos, que no necesitan tanto tiempo ni combustible como un buen asado inglés. Como la carne era mala -"los toros se crían para la plaza y los bueyes para el yugo"-, la salsa tiene una importancia capital: "Según los españoles, los herejes tenemos cien religiones y una salsa, manteca derretida, y ellos un credo y una salsa, siempre la misma: aceite, ajo, azafrán y pimentón". Su color era como todo en España, pardo: "De ese matiz es la capa, la casa de tierra, la mujer, la vaca, el burro".

Recomienda a los viajeros ingleses que viajen bien provistos de víveres y con un cocinero que sea tan previsor como un ama de llaves escocesa y resolutivo como un pícaro andaluz, listo para comer de los demás antes de que los demás coman de lo suyo:
"Todo el que viaje por la Península, a caballo o en coche, padecerá sed en las áridas llanuras y hambre en las peladas montañas, donde el que pide pan recibe piedras".
Y les sugiere que sigan la conveniente regla de los tunos españoles: "Si quieres comer conmigo, trae la comida contigo". Y con mucha más razón si debe hacer noche en una venta del camino, donde los criados del viajero tendrán que andar como Argos Panoptes, el gigante de los mil ojos: "Antiguamente, los viajeros de campanillas llevaban una olla de plata con llave y candado: el guardacena".




Richard Ford estima que "el genio culinario español" se condensa en la olla, que solo se hace bien en las casas acomodadas de Andalucía. ¿Qué es? Un cocido o, mejor aún, el cocido: verduras, legumbres y, en casas pudientes, todo tipo de carnes. Covarrubias la define así:
"Olla podrida, la que es muy grande y contiene en sí varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pies de puerco, ajos, cebollas, etc. [...] se cueze muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshazerse, y por esta razón se pudo decir podrida, como la fruta que se madura demasiado".
El Diccionario de Autoridades establecía que la olla era el cocido pobre y la olla podrida el rico, con muchas clases de carne. En realidad, podrida puede ser una deformación de "poderida", palabra tomada como "poderosa", tanto por el vigor alimenticio del plato como porque era propio de buenas y altas mesas, incluida la de palacio. Hablamos de un plato tan popular que solía decirse Después de Dios, la olla.



Poco tiempo antes de que el viajero inglés llegase a España, a finales del siglo XVIII, a las carnes cocidas de la olla se les empezó añadir tomate en salsa, que se sumó a las más tradicionales de comino o de mostaza.

Como el tocino es un ingrediente de la olla, Ford se extiende en describir la adoración que los españoles le tienen al cerdo, señal de limpieza de sangre, pues árabes y judíos no lo pueden ni oler. Llama a Extremadura la Jamonópolis española, y se escandaliza del abandono que sufre:
"El Gobierno de Madrid parece haberse olvidado hasta de la existencia de esta región, antiguo granero bajo los romanos y los moros, y abandonada hoy a la naturaleza, a la trashumancia, a la langosta y a los puercos".
Corto se queda, pues, en realidad, bajo el rey dizque Deseado, era toda España la desamparada por sus gobernantes. Ford compara el gusto de los cerdos por las dulces bellotas extremeñas con el hábito de las damas de comerlas, como si fueran golosinas, en los palcos de los teatros. Y remata con una paradoja:
"Los españoles, aun cuando excesivamente aficionados al cerdo, conservan el odio oriental al animal inmundo [...] Muy puerco para lo sucio [...] Muy cochina, una frase que no perdonaría una mujer [...] lo cual es un resabio de la influencia árabe".
Advierte a los viajeros contra el engaño de la manteca valenciana, mezcla de grasa de cerdo y ajo que no es el alimento que, como tal manteca, entienden los británicos. Junto con la olla sin apenas carne, señala los huevos como recurso de las mesas pobres, estrellados en aceite y acompañados, ¡cómo no!, con tocino. Alaba, y mucho, el buen gusto de los españoles al preparar la ensalada, que nunca aderezan hasta que la van a servir, para evitar que se ponga lacia.

Y menciona por fin el gazpacho, "especie de sopa vegetal" que los extranjeros "no digieren fácilmente, y no la necesitan tanto como los naturales del país, cuyas almas están más secas y apergaminadas y transpiran menos".

Como conclusión y recordatorio para viajeros en busca de experiencias exóticas -España era África para los súbditos de Su Graciosa Majestad-, Richard Ford se ufana de que "en los miles de leguas que hemos recorrido nosotros, no hemos sufrido la horrible privación, que hemos mantenido a respetable distancia por prestar una viva y constante atención al proverbio: hombre prevenido nunca fue vencido". Dáme pan y llámame tonto, o inglés.




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sábado, 6 de febrero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(y 2)



"Los españoles regalan bubas a sus esposas"



Te presenté a Madame D'Aulnoy, viajera francesa del siglo XVII, la semana pasada. Y te conté que en su libro Viaje por España en 1679 y 1680 nos explica con detalle cómo se drogaban y sufrían con la moda, entre otras costumbres, las españolas del Siglo de Oro. Hoy vas a saber cómo era la vida sentimental y sexual de aquellas damas.

La D'Aulnoy entra en España por la desembocadura del Bidasoa, fronteriza entre España y Francia. Allí se sorprende al conocer "una pequeña república independiente de barqueras", que bogan entre ambas orillas en chalupas "limpias y muy adornadas". Cada tripulación es de tres mujeres, con dos a los remos y una al timón:
"Altas, delgadas de cintura y de color moreno. Sus dientes son blanquísimos y admirables; su cabello, negro y lustroso, se lo peinan en trenzas muy adornadas con joyas y abalorios".
Las califica de "marineras seductoras que nadan como peces y no admiten en su particularísima sociedad a otras mujeres ni a ningún hombre". Tan independientes y seguras de sí son aquellas náyades que le dan una soberana paliza a uno de los criados de madame, un cocinero gascón que no tiene mejor ocurrencia que sobar a una de ellas. Faltó poco para que, además de partirle un remo en la cabeza, lo estrangularan.

Ya en tierra hispana, se maravilla de que las morenas y vivaces damas vasconas lleven "un lechoncito en brazos, como nosotras llevamos nuestros perritos falderos". Las mascotas van limpias y muy adornadas, pero, en cuanto las sueltan, "arman más barullo que un pelotón de diablos".



Pero unos días después, la viajera francesa tiene un encuentro más acorde con la realidad femenina del Siglo de Oro. Al llegar, ya de noche, a Madrigalejo del Monte, en la provincia de Burgos, un hombre sale al paso de madame D'Aulnoy, ¡¿un bandolero?! Nada más lejos, se trata de un caballero que le ruega que acoja en su alojamiento a otra dama, la marquesa viuda de los Ríos.


El asombro de la aristócrata pasa de un extremo al otro: "Es preciso que una mujer sea tan hermosa como ella para conservar algún encanto envuelta en aquellas negruras". Vestía una toca negra, un vestido negro, "negra la batista sin pliegues  hasta más abajo de la rodilla, negra la muselina que le tapaba la cabeza". Se tocaba con un sombrero de viaje, con anchas alas y, cómo no, de color negro. En fin, que imponía miedo "al más valiente".


El uso de mantos envolventes que no dejaban a la vista más que los ojos era una práctica medieval que continuó hasta finales del siglo XVII. En los viajes servían para mantener el rostro oculto a los rayos del sol y los vestidos a salvo del polvo del camino. Las viajeras llegaron a usar antifaces y caretas, como se ve en el cuadro de Van der Beken.

Madame D'Aulnoy se extiende en este punto sobre el luto de las damas españolas: "Deben llorar a lágrima viva la muerte del marido, a quien algunas veces no habrán amado mucho". La viuda de un noble debe pasar el primer año de su nueva condición "en una habitación tapizada de negro, donde no se deja entrar un solo rayo de sol". Al término del primer año, pasa a un habitación de alivio, sin pinturas, espejos o platería: "Estas contrariedades son muchas veces ocasión para que las damas ricas vuelvan a casarse sin más objeto que disfrutar libremente de su riqueza". 

La marquesa de los Ríos se dirigía al monasterio de las Huelgas, donde pensaba enclaustrarse: "Creo tener en el convento -le dijo la española- más trato mundano del que tengo ahora en mi propia casa". Así se entera madame D'Aulnoy de que las viudas nobles y muchas jóvenes de buena familia viven en los conventos con más lujo y desahogo que entre sus parientes.

De los escasos complementos de la marquesa viuda le llama la atención el rosario:
"Es de ver el uso constante que aquí se hace de él. Todas las damas llevan uno sujeto a la cintura, tan largo que poco falta para que lo arrastren por el suelo. Rezan al ir por la calle, y cuando juegan al tresillo y cuando hablan. Y hasta cuando enamoran, murmuran o mienten, rezan y recorren con sus dedos las cuentas del rosario".
El paisaje femenino que pinta la D'Aulnoy es, desde luego, tenebroso, o tenebrista, por coherencia con uno de los estilos pictóricos del XVII español. A punto de alcanzar Madrid, es invitada a alojarse en casa de don Agustín Pacheco, un hidalgo viejo casado en terceras nupcias con doña Teresa de Figueroa, joven bonita e ingeniosa de 17 años. ¡Ah!, y sobrina nieta del vejestorio. La francesa asiste, casi al mediodía, a la ceremonia de puesta de pie en el suelo de la moza: "Se calzó las chinelas y cerró la puerta porque había caballeros en la estancia contigua". A esas horas, estarían con el vermú, digo yo. Doña Teresa le explica que preferiría morir "antes que darles ocasión de verle un pie", de los que dice la D'Aulnoy que eran más pequeños que los de un niño de diez años.



Merece la pena detenerse aquí para explicar que los pies de una mujer eran considerados un colmo erótico en aquella España; las españolas, además, se ufanaban de sus pies chiquitos. Que una dama le enseñase un pie a un galán, a la vez que lo tuteaba, era equivalente a que un centinela traidor bajase el puente levadizo a los sitiadores. Aquel acto de suprema redención era conocido como "los últimos favores". Entiendo que, más bien, serían los penúltimos... Hay quien explica que de ahí viene la expresión "dar pie". Si consultamos el apartado de Dichos y refranes de la Fundación de la Lengua Española, indica que se refiere a la ayuda que se da a un jinete, trabando las manos por los dedos como si fueran un estribo. Pero el DRAE establece que también significa "ofrecer ocasión o motivo para algo".

Madame D'Aulnoy describe con detalle el ritual de aseo matutino de la joven esposa del hidalgo Pacheco: "Se puso colorete en las mejillas, en la barbilla, en los labios, en las orejas y en la frente, en las palmas de la manos y en los hombros". En apariencia, eso contradice los esfuerzos de las españolas por mostrarse pálidas al mundo, como ya conté en la entrada previa a esta. Pero no, la lividez no se contradice con el rubor, sino con el bronceado de la piel, más propio de una rústica que de una mujer de noble cuna. Y sigue:
"Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua de azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca".
Casadas y viudas han de cargar, por si fuera poca carga la que llevan, con un regalo que sus maridos les hacen al yacer con ellas la primera vez. 

Desde muy jóvenes, entre los doce y los catorce años, los españoles con hacienda mantienen "una afición", es decir, una manceba: "Y al casarse, nadie las abandona". Con dependencia de la alcurnia de sus patrocinadores, estas mancebas pueden mantener más de una relación.

En consecuencia, la recién desposada corre el riesgo, desde la primera noche en el tálamo, de ser contagiada con alguna enfermedad venérea portada por su marido: "Es fácil juzgar cuál debe de ser el regalo de boda ofrecido por un español a su adorada". Se refiere a lo que los portugueses llamaban mal español y los españoles mal francés, el mal de bubas, la sífilis.



Y el que no pueda mantener a una manceba, pues a la mancebía. Madame D'Aulnoy advierte sobre ciertas mujeres con las que los españoles aplacan sus pasiones...
... "con las cuales nadie puede tener trato ni relación, pues aquellas cuyo trato es fácil son mujeres tan perjudiciales y dañinas para la salud, que se necesita estar poseído por el demonio de la curiosidad para arriesgarse a satisfacer con ellas un deseo despreciando inminentes peligros". 
Con arreglo a la muy cristiana idea del Pecado Original, "los niños heredan la enfermedad de sus padres o la adquieren en el pecho de la nodriza". Llegados aquí, la viajera francesa se extiende en detalles sobre la vida galante de los españoles que derivan, con más fantasía que otra cosa, hacia los pastos y bosques de Frigia y Tracia, donde ninfas y sátiros daban rienda suelta a sus pasiones semibestiales.

Aparecen de nuevo las tapadas, pero con una intención muy diferente. Aquí, el envoltorio sirve para esconderse de la virtud, no para darle refugio. Cuenta la D'Aulnoy la historia de una tapada de medio ojo, mujeres que, sin ser busconas de oficio, caminaban por las calles en busca de aventuras galantes con la sola guía de su ojo izquierdo...


... Una esposa que sospecha de su marido lo sigue con discreción y paciencia y se hace con sus rutinas. Un buen día lo espera en una calleja penumbrosa, oculta tras sus ropones de tapada de medio ojo ; lo requiebra al pasar y él, retorciéndose coqueto un cabo del mostacho, entra al trapo y la sigue hasta un figón donde ella ha apalabrado un cuarto. Sin desembozarse, hacen el amor con total ignorancia masculina de la identidad de ella. No ver el rostro de su amante enardece de tal modo al galán, que llega a prometerle el oro y el moro. Y la tapada entonces le contesta: "Nada que no me corresponda". El espantado rijoso se dio cuenta ahí mismo de con quién se las tiene, pero, corrido de vergüenza, se cala el chambergo, se ajusta la espada y si te he visto, no me acuerdo. Y en casa, aquí paz y después gloria. El uso de tal envoltorio fue prohibido hasta tres veces en un siglo, muestra clara de que las damas no hicieron ningún caso a los bandos.

También cuenta la francesa que eran tan corrientes la ninfomanía y la satiriasis de los españoles que se prestaban las casas con toda generosidad. Si un caballero se encontraba con una tapada de medio ojo dispuesta a un aquí te pillo, aquí te mato, llamaba a la primera puerta que encontraba y le pedía al dueño una estancia para "tener una conversación" con la dama. Y habría sido motivo para cruzar espadas que el amo de la casa se hubiese negado. Los críticos de la D'Aulnoy afirman que esta fue una de las muchas bromas que sus anfitriones españoles le gastaron durante su viaje, pero lo cierto es que Madrid era, a pesar de la Contrarreforma, una ciudad bastante despendolada.

Cierro esta entrada con una reflexión de madame D'Aulnoy que asocia sus entretenidas anotaciones sobre España con una tragedia actual. Nos devuelve la viajera al tópico apasionamiento de los amores hispanos: "Su amor es siempre furioso y las mujeres encuentran sus mayores goces en las torturas que tan absurdo amor les proporciona; y aman a riesgo de sufrir grandes peligros". Y eso era porque a ellos "una sospecha les basta para herir de muerte a su esposa o a su manceba". Muy lejos de huir de semejante amenaza, la española se adentraba a pecho descubierto en el abismo del maltrato:
"Prefieren esos arrebatos que ver a sus amantes insensibles ante una sospecha de infidelidad, pues la desesperación es una prueba inequívoca del cariño apasionado. Y cuando ellas aman no son más comedidas que sus amantes, contra los que proyectan y ejecutan venganzas cada vez que alguno los abandona sin motivo. De modo que los amores apasionados tienen con frecuencia un desenlace funesto".
Hoy, como ayer, a cualquier cosa le llamamos "amor".



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sábado, 30 de enero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(1)



"Las españolas están muy flacas"


"Amiga de las hadas", así llamaron a Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d'Aulnoy. Más que nada porque fue la autora de una serie de cuentos feéricos que, a decir de muchos críticos literarios, están a la altura -o por encima- de los de Perrault, quizá porque son más crudos y del gusto de la sociedad galante.

Madame d'Aulnoy (1650-1705) forma parte de la tropa de mujeres cultas del XVII francés que pusieron en marcha salones literarios en los que recibían en desabillé a filósofos, escritores y diletantes. Era costumbre que tales reuniones de talentos tuvieran lugar en los aposentos privados de la anfitriona, a veces con ella encamada, de ahí la frivolidad con la que he traído el déshabillé, y no por otra cosa, que todo hay que explicarlo en estos tiempos huérfanos de ironía. Ya te hablé en este blog de otra de aquellas féminas francesas avant la lettre, Madame de Sévigné, autora de una colección de cartas que son de referencia en el género epistolar.

Pero aquella calificación de cuentista y amiga de los seres elementales la uso yo -muy arteramente- a cuento de otra obra de la d'Aulnoy: Viaje por España en 1679 y 1680, publicada en forma de cartas a una falsa prima de la autora. Dadas las fechas, es obvio que se zambulló en la plena decadencia del imperio y de la dinastía gobernante, la de los Austrias. De hecho, fue testigo de la boda entre Carlos II, el Hechizado, y María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV. Tal boda fue, en realidad, una garantía del tratado de paz de Nimega, que ponía fin a las hostilidades entre ambas potencias.



Un hispanista francés, avezado en la literatura de viajes, Raymond Foulché-Delbosc (1864-1929), echa por tierra la autoridad de nuestra protagonista porque afirma que nunca estuvo en España y que se lo inventó todo como si nuestro país fuese una tierra mágica ubicada más allá del arco iris y poblada por duendes y hadas. Sin embargo, el duque de Maura o el historiador Agustín González de Amezúa consideran que hay más verdad que fábula en el libro de la viajera francesa. Reconocen, eso sí, las muchas exageraciones que contiene, que achacan a bromas o maliciosas invenciones de los propios corresponsales y cicerones hispanos de la dama. Y es cierto que, a lo largo de la obra, madame d'Aulnoy es consciente de la cantidad de veces que se ríen a su costa, fundamentalmente porque es extranjera y eso nos pone a hervir la mala leche y nos empuja a la burla, para qué nos vamos a engañar. Oye, algún peaje tendrán que pagar por el sol, la comida, la farra y lo majísimos que somos, ¿no?

Quizá la d'Aulnoy fuese consciente de las dudas que suscitaba su obra, pues abre así la dedicatoria del libro, dirigida a Felipe de Orleáns, que fue regente de Francia: "No basta escribir cosas verdaderas, sino que hace falta que parezcan verdades". Otro erudito francés, Hippolyte Taine (1828-1893), no duda de las buenas intenciones de su compatriota y estima en mucho aquella relación del viaje hispano de doña María Catalina:
"La señora d'Aulnoy pertenece al gran siglo literario y a la mejor sociedad de la época y nunca se muestra gazmoña, filosofante ni pedante [...] Su decir parece el de una conversación, en la que resaltan, precisas y netas, las cualidades de una mujer francesa con talento y buena educación".
Esa cita de Taine me ayudó a centrar el contenido de esta entrada de hoy: ¿Qué opinaría una preilustrada francesa de sus congéneres ibéricas? Preguntémosle... 
-Madame d'Aulnoy, ¿qué opina usted de las mujeres españolas de su época? 
-Pues mire, joven, me alegro mucho de que me haga esa pregunta... 
Vale, vale, ya me centro. Empecemos con lo que entra por los ojos: el cuerpo y la cara. Para la viajera francesa, las españolas del XVII eran casi anoréxicas: "Este es un país donde agrada ver los huesos dibujados a través de la piel", sentencia. Según la d'Aulnoy, nuestras compatriotas de entonces eran, a conciencia, escurridas: "Cuando los pechos empiezan a desarrollarse, los cubren con tenues laminitas de plomo, y se fajan como se les hace a los recién nacidos". Lo contrario que en la flamante corte de Versalles, donde las damas se subían los pechos a la barbilla con ayuda de las abuelas del corsé, las cotillas. "Mucho aceite y poca mantequilla", le faltó decir a la sorprendida viajera. Culpa de tan extrema delgadez a una de las modas culinarias de la España del Siglo de Oro, de la que fue testigo en varias chocolatadas organizadas en su honor:
"Hubo señora que sorbió media docena de jícaras, una después de otra; y algunas hacen esto dos o tres veces al día. No es extraño que las españolas estén flacas, pues no hay cosa más ardiente que el chocolate, del que tanto abusan. Además, cargan de pimienta y otras especias cuando comen, de modo que debieran abrasarse".
Para que entendieras bien la relación entre un alimento "ardiente" y la delgadez tendría que extenderme sobre las teorías médicas de entonces acerca de los humores y la temperatura o humedad de los alimentos. No solo sería engorroso, sino, en algún caso, hasta jeroglífico, así que lo dejamos. Madame d'Aulnoy ilustra a sus paisanos sobre otro hábito de las españolas que contribuía a su delgadez. Para ilustrarlo, traigo aquí el cuadro más famoso de Velázquez, Las meninas. Mejor dicho, te ofrezco un detalle de él.




Puedes ver como la menina María Agustina Sarmiento de Sotomayor le ofrece a la infanta Margarita Teresa de Austria un búcaro en una salvilla. ¿Chocolate? ¿Agua? ¿Azucarillos y aguardiente? Puede ser, pero también que la ofrenda sea, lisa y llanamente, el búcaro, una droga a la que fueron muy aficionadas las españolas nobles. Sí, lo que te digo es que se los comían. Y flipaban en colorines. Lo dice la d'Aulnoy:
"Ya os hablé de la pasión que muchas ponen en mascar esta tierra. Suelen quedar opiladas [obstruidas; dicho del estómago: Llenarse de agua]: el estómago y el vientre se les hinchan y endurecen y la piel se les pone amarilla como un membrillo".
A tal punto llegaba la adicción que aquellos jarritos eran ensalzados como "golosinas". Y se consideraba de mucha etiqueta regalar "barros", como bien se deduce del cuadro velazqueño. Aparte de los españoles, eran muy apreciados los portugueses. Los confesores llegaron a imponer como penitencia durísima la abstinencia de comer aquella tierra sigilada. Con ella, las damas se intoxicaban, buscaban cierto nivel de anemia y conseguían empalidecer, lo cual era tenido por nota de distinción. Si crees que, como a la viajera francesa, se me ha ido la olla, citaré en mi favor a Góngora y a Quevedo:
"Niña del color quebrado, o tienes amor o comes barro".
"A Amarili que tenía unos pedazos de búcaro en la boca y estaba muy al cabo de comerlos".
Pretendían las adictas que la bucarofagia evitaba el menstruo y favorecía el aborto. Madame d'Aulnoy cita a una monja, sor Estefanía de la Encarnación, a quien le costó un año quitarse "de ese vicio, si bien durante ese tiempo fue cuando vi a Dios con más claridad". Y a Son Goku de pinche de Chicote en Infierno en la cocina, repartiendo hostias como panes, ¡no te jode!

La bucarogafia es una forma de pica, un trastorno alimentario que impulsa a ingerir sustancias incomestibles. Hace apenas un par de años, los muy sospechosos suplementos de estilo de los diarios nacionales e internacionales se inflaron de propagar una dieta a base de batidos de arcilla. Shailene Woodley, protagonista de la película Divergente declaró que se había sometido a ella, y tan a gusto la criatura. Estamos muy locos; aquí, o te encalas la nariz o te estucas el píloro o te cafeteas el esfínter, el caso es no dejar una membrana en paz.

Afirma nuestra madame d'Aulnoy que la geofagia, junto con el cacao desleído, que se tomaba muy azucarado, fastidiaba las dentaduras feminiles, que, no obstante, a la francesa le parecían "bien dispuestas, aunque serían más blancas si las cuidasen. Pero no solamente las abandonan, sino que las estropean a fuerza de comer dulces y chocolate". La viajera, horrorizada, toma nota de otra costumbre, ni mucho menos abandonada, que compartían hombres y mujeres: los pa'luego, es decir, el feo vicio de hurgarse las muelas con un mondadientes, ¡y en público! Te diré que los había de metales preciosos, de marfil y de maderas nobles, lo que no hacía aquel hábito menos plebeyo.


Pasemos ahora a lo que se llevaba sobre el cuerpo, o sea, más capas que las de una cebolla. Si quieres detalles, te remito a una entrada anterior que te puede dar una idea de por qué decimos "vísteme despacio, que tengo prisa". Aquí solo voy a fijarme en un par de notas de madame d'Aulnoy. La francesa alaba el donaire de las españolas: "Cuando andan, parece que vuelan [...] Aprietan los codos contra el cuerpo y corren sin levantar los pies del suelo, como quien resbala". Y eso a pesar de los endiablados chapines que todavía usaban algunas damas, un elemento solo comparable, en su inspiración demoníaca, a las correas extensibles caninas. "En el balcón de unos chapines subida", dice Lope de Vega. Fueron de uso obligado en la corte de los Austrias mayores, pero cuando la escritora francesa viajó a España aún se usaban: "Son una especie de sandalias donde se mete el zapato, y que hacen crecer prodigiosamente, pero que no es posible andar con ellos sin apoyarse en dos personas". D'Aulnoy cuenta el caso de una monja octogenaria con la que se entrevistó, a la que dos novicias habían aupado a una par de chapines; luego la tenían que sujetar por los brazos mientras estaba de pie.







Otro elemento de tortura indumentaria era el aparatoso guardainfante, que la madame tuvo que soportar durante alguna recepción en palacio como parte de su vestido a la española. La d'Aulnoy lo califica de "monstruoso" y jura que "no había puertas bastante anchas para dejarles paso". Fuera del protocolo iba siendo sustituido por el tontillo, que era una pizca más discreto. En las ilustraciones que siguen puedes notar la diferencia entre ambos. Las dos prendas se ponen entre las enaguas y las faldas, pero el guardainfante rodea la cintura mientras que el tontillo prolonga las caderas, con lo que las mujeres pasaban de mesa camilla para chocolatada a recibidor para dejar las llaves.








Todo esto que te he contado igual te parecen frivolidades. Y mira tú por dónde, puede que ellas, las españolas de la época, compartieran esa opinión. Por eso, para adornarse con aires de gravedad y circunspección, se puso de moda calarse antiparras, anteojos o quevedos, y cada vez más aparatosos, equilibrados sobre el puente nasal o atados con cintas a las orejas. Así mismo, como lo lees. Semejante coquetería era compartida por ambos géneros. Por tamaño y porque no servían para nada me recuerdan a las aparatosas gafas de las secretarias del Un, dos tres.

Cuando el marqués de Astorga y el duque de Osuna salieron a recibir a la prometida de Carlos II, la princesa de Orleáns, lucían grandes antiparras, como el resto del séquito español. Ello provocó la hilaridad de la caravana real francesa, cuyos miembros achacaron el uso estrafalario del complemento a la locura congénita de los españoles. Madame d'Aulnoy confirma que las damas hispanas "leen poco y escriben menos", por lo que malamente usarían los quevedos para esa función. Pero, al final, las indulta con esta benévola sentencia: "Aprovechan muy bien sus escasas lecturas, y lo que raras veces escriben resulta siempre oportuno y conciso". ¿Sabes qué? Voy a dejarlo aquí. La viajera francesa añade a estas últimas palabras suyas que, en general, las mujeres que conoció en España mostraban un ingenio muy agudo; la semana que viene te voy a contar cómo lo empleaban para llevarse al huerto -o no- a tanto galán con pelaje de sátiro. Y no les quedaba otra que afinar mucho, pues vivían, sin exagerar, tal y como viven las mujeres de los talibanes. Así que, igual que muchas de ellas a sus galanes, hoy te voy a dejar con las ganas...


Continuará...


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sábado, 23 de enero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


El Gazel



"El español pide limosna regañando"


Este blog tiene un lema que puedes ver en su cabecera: "Y es que trescientos años no es nada". ¡Oooobvio, ché!, lo saqué del tango de Carlos Gardel: Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada... Y es que mientras me documentaba para El viento de mis velas -la novela, no el blog- caí en cuánto se me parecía la España de hoy a la del siglo XVIII. Por eso he querido darle una vuelta a esta entrada de GUIRIS CON PUÑETAS que hoy te traigo. Por una pura cuestión de protocolo -con toda propiedad-, primero te presento al invitado...

En 1766, Sidi Hamet al Gazzali, flamante embajador del sultán de Marruecos, Mohamed III, presentó sus cartas credenciales a Su Majestad Carlos III de Borbón, rey de las Españas. El tercer Mohamed magrebí se sentó en el trono entre 1757 y 1790; pertenecía a la dinastía que, a duras penas, unificó el país, la alauí, establecida en 1631 y reinante todavía. Y digo a duras penas porque siempre les costó mantener la paz con las belicosas tribus beduinas y bereberes.

Nada más llegar a la corte madrileña, el embajador al Gazzali se tuvo que someter a una de nuestras más españolísimas costumbres, la de castellanizar su nombre en un pispás, por eso se quedó en El GazelGazel dejó por escrito en una serie de cartas las impresiones de su misión en Madrid. Valdrá la pena, ya que estamos en eso, que empecemos por el idioma. Y retomo la novedad que te anunciaba: a cada uno de los ítems de aquel diplomático extranjero de hace tres siglos, le haré corresponder una noticia actual. Así podrás evaluar si tengo razón o no al decir que tres siglos no son nada...

El marroquí tuvo la ayuda inestimable de un cicerone cuyo nombre te ofreceré al final. Se trataba de un hidalgo ilustrado, defensor de las ciencias frente al escolasticismo dominante en España; con lo que este le cuenta, el embajador manda a la corte del sultán un completo dossier con sabrosas descripciones del carácter español.

Así supo Gazel que el castellano estaba invadido por galicismos, muy traídos y llevados por petimetres, pisaverdes y lechuguinos, trufado con "los caprichos, invenciones y codicias de sastres, zapateros, ayudas de cámara, modistas, reposteros, cocineros, peluqueros". ¿Te va sonando?


"Mi nuevo jefe de cocina es divino, él viene de arribar de París", se burla el nuevo amigo del embajador, que critica así la importación de la gastronomía francesa, amparada por los Borbones. Y añade que, por entonces, se habían disparado los caprichos de la cocina foránea entre los frugales castellanos, y que el gasto que se hace en los fogones pone a algunas casas a la altura de las tabernas.



Al hilo de la burbuja gastronómica dieciochesca, Gazel intenta explicar a sus compatriotas magrebíes qué entienden los europeos por lujo: la prédica insensata del lujo "empobrece a los españoles, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero". Dado que no hay en aquella España de Carlos III una industria tan pujante como, verbigracia, la británica, el lujo "siempre le será dañoso, pues la esclaviza al capricho de la industria extranjera".





No escapan a la tiranía consumista los poderosos de la España de Gazel, pues son esclavos de la moda: "Beben café de Moca en taza de China vendida por ingleses; tiene modistas de París, peluquero francés, vajilla gala, óperas italianas, tragedias francesas y, al final del día, rezan en estos términos: Doy gracias a que todas mis operaciones de hoy han salido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata ha estado en mi poder".



El ilustrado que le abre los ojos al embajador le advierte de que "todo lujo es dañoso, porque multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, dorando los vicios, hace despreciable la virtud, siendo ésta la única que produce los verdaderos bienes y gustos".

Tal y como sospechaba el corresponsal madrileño de Gazel, la importación de vicios y barbarismos contribuye a la decadencia del "carácter hispano". En cuanto al idioma, hoy como entonces, podemos concluir que el castellano es plastilina en manos de quien necesita una herramienta con la que no pillarse los dedos ni pringarse: directores de campaña, asesores políticos, directores de comunicación, jefes de prensa, mercadotécnicos, comerciales de todos los grados, relaciones públicas de todo pelaje, políticos vacuos, abogados retorcidos, periodistas rendidos y/o vendidos, cocineros narcisistas...

Unos necesitan votos, otros necesitan ventas, otros hinchar sus egos pigmeos, otros audiencias que vender a los anunciantes y todos ellos miman y consienten a una ciudadanía cada vez más pueril con tal de que los prefieran sobre la competencia. Por eso un ciego, o un sordo, o un parapléjico -palabras que no juzgan- pasaron a ser "personas discapacitadas" -palabras que sentencian- y desde hace un par de horas -y es riguroso- "personas con otras capacidades", ¡como lo oyes! Es el fresquísimo neologismo que compra voluntades y soborna a la inteligencia, otro flamante tetris idiomático que acumula sílabas al buen tuntún, la última pamplina para brunches con música étnica y café de precio justo con leche de soja sin edulcorar, elaborada -las cosas ya no se "fabrican"- con habas no transgénicas.



El amigo español de Gazel -volvemos al siglo XVIII- se quejaba con amargura de la muchedumbre de pedantes sin bozal: "Los españoles del día parecen haber hecho asunto formal el de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos". Propone que los cursis se congreguen en rebaño anual, definan el castellano de la siguiente temporada y lo vendan impreso con este título:
Vocabulario nuevo al uso de los que quieran entenderse y explicarse con las gentes de moda, para el año de mil setecientos y tantos y siguientes, aumentado, revisto y corregido por una sociedad de varones insignes, con los retratos de los más principales.
Hoy añadiríamos "y varonas". Ya no era necesario estudiar el arte de la expresión ajustada y digna: "Con saber unas cuantas docenas de voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se compone una oración". Y claro, con estos antecedentes... ¡con Cervantes hemos topado, Sancho!




Así le contaba el buen hidalgo a Gazel cómo se despreciaba en su propia nación al Príncipe de los Ingenios: "Cuando veo que Miguel de Cervantes ha sido tan desconocido después de muerto como fue infeliz mientras vivía, pues hasta ahora poco no se ha sabido donde nació...". Hasta 1752 no se encontró la partida de bautismo del escritor en la parroquia complutense de Santa María la Mayor. Y no porque estuviera oculta, sino porque a nadie le importó un bledo hasta que llegaron los ilustrados. De esa ingratitud con la Historia, general en Europa, "solo se salvan los ingleses, que levantan monumentos a sus héroes en la misma iglesia que sirve de panteón a sus reyes".

Igualito que el desprecio con el que se ha tratado en nuestro siglo la investigación sobre los restos de Cervantes en la iglesia madrileña de las Trinitarias, que ha servido para que más de uno, desde las cabañas o desde los palacios, hiciera burla. Y si desprecio te parece fuerte, usa ignorancia. Hasta un ayuntamiento, el de Madrid, donde Cervantes vivió, creó y pasó a mejor vida, se equivocó al grabar el título de una de sus obras...






El propio embajador marroquí no da crédito a la mezquindad del alma hispana: "Apenas ha producido esta península hombre superior a los otros, cuando han llovido miserias sobre él hasta ahogarle". De ahí, entre otras causas, el atraso de las ciencias en España: 
"¿Quién puede dudar que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias".
Y Gazel remacha:
"En todas partes es, sin duda, desgracia, y muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los mortales; pero en esa península es uno de los mayores infortunios que pueda contraer el hombre al nacer". 
Tales insensatos, necios y lunáticos talentosos, juguete de Fortuna, merecen ser llamados, con todas las de la ley, héroes, pero en su acepción original, que fue la de seres extraordinarios que sufren penalidades en beneficio de su gente y que, casi siempre, tienen un final trágico: "Son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más".



En las cartas de Gazel con sus corresponsales hay cuatro tópicos que explican la decadencia española: el desprecio por la Ciencia, las guerras que libraron los Austrias, la emigración a las Indias y, cómo no, la división nacional desde la Guerra de Sucesión que puso a los Borbones en el trono vacante. Sobre este último punto, el embajador marroquí alaba la industria y laboriosidad de los catalanes, "pero parece estar aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y castellana. Sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su propia ganancia e interés". En otro punto de su correspondencia justifica la separación entre españoles:
"Por causa de los muchos siglos que todos estos pueblos estuvieron divididos, guerrearon unos contra otros, hablaron distintas lenguas, se gobernaron por diferentes leyes, llevaron diversos trajes, en fin, fueron naciones separadas, se mantuvieron entre ellos ciertos odios, cierto desapego".



¡Ajá!, los políticos, no importa la época: distintos tahúres, mismos trucos. Y en este siglo no hemos inventado la pólvora, por mucho que nos demos aires. Mira con que tino e inteligencia se refiere a ellos el guía madrileño de Gazel:
"Con el mismo tono dicen la verdad y la mentira. Mudan de rostro mil veces, más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo".


Hay una condición postrera en el orden de mi entrada, pero constante en las cartas de Gazel, que contribuye con redoblada energía a la decadencia de aquella España: el orgullo hidalgo, aunque más bien deberíamos hablar de soberbia y vanidad, incluso de chulería y fanfarronería. Junto con el lujo y la frivolidad, una epidemia de titulitis se abate sobre la nación: "Don es el amo de una casa [...] don el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves". Por eso, por la arrogancia heredada de los tiempos de la Reconquista y de la conquista de América, Gazel concluye que "el alemán pide limosna cantando, el francés llorando y el español regañando". Cuanto más villanos, más señoritos.




Puñetero el guiri, ¿eh?... ¡Qué jodío! Catorce kilómetros de estrecho y, si molesto, me quito de en medio. Lástima que ahora te tenga que contar la verdad. Aunque seguro que ya te habrás dado cuenta del truco, ¡no esperaría menos de ti!, ¡claro que no!... No hay ningún guiri en esta entrada salvo el que aparece al principio. Como te lo cuento.

Es verdad que a la corte de Carlos III llegó un embajador marroquí que se llamó al Ghazzali y al que apodaron El Gazel. Y hasta ahí la Historia. Quizá José Cadalso se inspiró en este personaje real para dar cuerpo al protagonista de su novela epistolar Cartas marruecas, que también se llama Gazel y que es miembro de una ficticia legación marroquí. La obra no escapa, desde luego, a la influencia de las Cartas persas de Montesquieu; ambas orean las más viejas y oscuras estancias de sus naciones y tienden al sol los cobertores que cubren sus pecados. Es un modo sibilino de tirar la piedra y esconder la mano: me disfrazo de moro y pongo a caer de un burro a unos paisanos que no son los míos. Sí, he dicho moro, que viene de mauri, nativo de la antigua provincia romana de Mauretania Tingitana, tomando Tingis como el nombre latino de Tánger.

El Gazel ficticio de Cadalso que hoy te traigo tiene dos corresponsales, su padre, Ben Beley, y el hidalgo -sin don- Nuño; entre ellos intercambian noventa cartas en las que ofrecen al lector las opiniones del escritor sobre el carácter español. Cartas marruecas fue primicia en el Correo de Madrid, periódico que las publicó por entregas en 1789. En 1793 fueron por fin encuadernadas en la imprenta de Sancha. Ambas ediciones son póstumas, pues Cadalso murió en el asedio de Gibraltar de 1782. La metralla inglesa lo mató siendo todavía joven; consolémonos creyendo que le evitó la vergüenza, dado su patriotismo ilustrado, de ser testigo del bochornoso reinado de Carlos IV y del derrumbe definitivo de una nación en la que, en un tiempo, no se ponía el sol. Y a ti te pido disculpas por este truco de tahúr, pero, a estas alturas, ya me deberías ir conociendo... ¡Feliz semana!


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sábado, 19 de diciembre de 2015

GUIRIS CON PUÑETAS 

Navidades sí; españolas no




Soy consciente de que a veces cargo un poco la mano en los titulares, ¿pero qué quieres? Somos tantos blogueros asomando la cabecita entre la malla de la Red, que de algún modo habrá que hacerse notar. El título de hoy -que ya verás que no es exagerado- viene por las muchas quejas que oigo y leo sobre la invasión de tradiciones extranjeras en las Pascuas españolas.

A los que se quejan no les falta razón: entre Halloween y Santa Claus, con el Black Friday por en medio, solo nos falta disfrazarnos de indios y puritanos y celebrar Acción de Gracias. Yo ya estoy preparando los petardos para el 4 de julio, por si las moscas. No sé decirte si tiene que ver con la globalización o con la idiotización, pero así está el paisaje. Y el paisanaje. Para mí, lo peor no es que adoptemos costumbres que nada -o eso creemos- tienen que ver con nosotros; al fin y al cabo, las costumbres, los idiomas y las fronteras cambian con el tiempo. Lo peor, y lo único que se mantiene, es la codicia de quienes te venden lo que sea a costa de tu alma, como si fueran mefistófeles del Hades consumista.

Pues ojo a lo que te traigo. Aquí suelo hablar, en general, del siglo XVIII español y de lo mucho que se me parece al nuestro, aún balbuciente. Desde hace dos meses, y a mayores, te cuento las opiniones sobre España de unos cuantos guiris ilustrados, con sus puñetas, su camisita y su canesú. Hoy lo junto todo para presentarte una entrada de GUIRIS CON PUÑETAS que no tiene como protagonista a un viajero dieciochesco, sino a un país y a sus navidades presuntamente tradicionales. En realidad, no quiero engañarte, se trata de una revisión, corrección y actualización de una vieja entrada que me trae un inesperado sentimiento de añoranza al confirmar que el tiempo pasa por la escritura igual que pasa por la piel. Así que nada, a renovarse; y tú prepárate...

Fue en aquellos tiempos de las luces -las del intelecto, no las navideñas- cuando llegaron a España -sí, he dicho "llegaron"- tradiciones pascuales que, si preguntas por ahí, te dirán que ya las celebraban los reyes godos. Pues de eso nada, y te lo voy a demostrar. Vamos por orden. O sea, empecemos por el Gordo...



Carlos III llegó a España en 1759 para hacerse cargo del trono de un imperio; venía de ser rey de Nápoles. Por mucho que lo disfracemos de bondadoso ilustrado y de magnífico alcalde de Madrid, el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio tuvo como rasgos fundamentales de su política la fuerza y la absoluta conciencia de ser el dueño de todo. Eso significaba presencia internacional -diplomática y bélica- a costa de sangrar a España y América. Ya sé que no es lo que primero que te cuentan por ahí, pero por eso hay bibliotecas y librerías.

Tres años después, en 1762, la vida se le tiñó a Carlos de Borbón del color del sobaco de un cuervo. Los ingleses conquistaron La Habana y Manila y se asentaron en Belice; Madrid tuvo que romper hostilidades en el Atlántico Sur con británicos y portugueses, con las Malvinas de por medio, claro. Un año antes, por culpa de pactos familiares con los Borbones franceses, España se había metido de cabeza en la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Aunque siempre hemos llamado "mundiales" a las dos grandes guerras del siglo XX, las del XVIII no lo fueron menos, pues los soldados de las monarquías europeas lucharon en Europa, en las dos Américas y en Asia, como puedes ver en el mapa; en verde tienes a Francia y sus aliados y en azul a los ingleses con los suyos. ¿Las causas de aquel conflicto? El dominio de Silesia y la supremacía colonial en América del Norte y la India.



Por si fuera poco, 1763 fue un año de hambruna en la Península al malograrse la cosecha de trigo. Hoy, sobre todo si estamos a dieta, podemos prescindir del pan, pero entonces era indispensable como base alimenticia. Con semejante panorama, al ministro de Hacienda, el impopular (va con el cargo) Marqués de Esquilache, se le ocurrió un modo de hacer sangría sin usar sanguijuelas fiscales: ¡la Lotería!




En realidad, Carlos III y Esquilache la importaron de Nápoles. Era casi gemela de la hoy llamada "Primitiva", de ahí el nombre de la actual. El primer sorteo se celebró el 10 de diciembre de 1763; se recaudaron 187.500 reales, de los que tres cuartas partes se fueron en premios (141.000, real arriba, real abajo) y el resto a la Hacienda del Rey (que no era la de todos). La Lotería moderna nació en 1811, también como aporte de fondos bélicos a la guerra contra Bonaparte. El 18 de diciembre de 1812, en Cádiz, se celebró el primer sorteo decembrino. El primer Gordo cayó en el 03604. Ochenta años después, el 23 de diciembre de 1892, se celebró el primer sorteo de Navidad instituido como tal. En fin, que el "tradicional" Gordo lo es por los macarrones napolitanos, no por la tortilla de patatas y el jamón.

Repuesto de la desilusión de que el invento de la lotería no venga de un ¡Eureka! de don Pelayo en Covadonga, me apresto a montar el belén. "¿Me vas a decir que tampoco es español?". Pues sí, te lo voy a decir. El belén también es espaguettino, lo mires como lo mires.




Se dice que el primer belén lo armó san Francisco de Asís en la Nochebuena de 1223, en la Toscana. Aquel nacimiento netamente religioso llegó a España con los franciscanos. Pero fue Carlos III -dos de dos- el que nos trajo el pesebre que hoy conocemos: cortesano, lujoso y pleno de arte, heredero de los presepi esplendorosos del Reino de las Dos Sicilias. Aquellos belenes se convirtieron en un juego de nobles, un divertimento mundano y elegante para la aristocracia y la burguesía rampante, que yo recuerdo haber repetido, sin tanto lujo, en mi niñez. Cuando revivo a mi madre y al niño que fui armando el belén dos días antes de Nochebuena, aún con los ecos de los cantores de San Ildefonso en los oídos, se me eriza el vello de los brazos. "¿Has dicho dos días antes?"... Sí, claro, cuando llegaba la Navidad; es que era un belén casero, no de centro comercial, que los ponen en manga corta... "¡Qué exótico, qué aventureros, qué locos, casi en la víspera!".




Llegados a este punto -sin salir de pobres y con ganas de montar un belén-, nos disponemos a cenar. Igual tú cenas besugo encamado en patatas jugosas; o una gallina de verdad escoltada con lombarda y castañas; o bacalao con coliflor y ajada... O yo estoy flipando mucho porque me he creído que hemos salido de la crisis. En todo caso, en el reino fantástico de la Navidad el pavo es el rey de la mesa. En las nochebuenas del siglo XVIII español ya se comía pavo, especialmente en Cataluña, donde gustaban mucho de la volatería, como atestigua este viajero español, ejemplo de burócrata ilustrado:
"Hay también algunas comidas de cajón, que no se dejan por más que valga menos la faltriquera [...] por Navidad, el pavo con los turrones y barquillos para postres, con su malvasía para mojarlos" (Diarios de los viajes hechos en Cataluña, Francisco de Zamora, 1790)
¿Y de dónde vino el pavo? "¡De Nápoles y lo trajo Carlos III!"... ¡Eeeeeeeerror!: de Méjico y lo trajo Hernán Cortés en el primer tercio del siglo XVI. Los aztecas lo llamaban guajolote y los jesuitas lo introdujeron en Europa. ¿Satisfecho? Pues vamos a por las uvas... "¡¿Tampoco las uvas?!" ¡Taaaaampoco! Empiezo a disfrutarlo; me siento como el amigo que te contó que no existen... Bueno, ya me entiendes, esos tres señores que le hacen la competencia al otro más gordo con barba blanca... ¿Algún niño en la sala?

La "tradición" de las doce uvas no es del XVIII, nace en el siglo XIX, pero total, ya puestos a desbaratarte los esquemas, tiro pa'lante. A las uvas de Nochevieja las parieron los fashion victims de la época y, a mayores, unos agricultores agobiados. De entrada, fueron los pijos decimonónicos madrileños los que importaron la moda francesa de tomar champán con uvas la última noche del año.


Pero en 1903, viticultores levantinos agobiados por el excedente de uva popularizaron definitivamente esa costumbre exquisita. Y ya ves, hoy habrá quien piense que el Cid se las ponía en la boquita a doña Jimena mientras su escudero daba las campanadas en el escudo.

Miedo me da, por si te da algo a ti, mencionar el turun, dulce de miel y frutos secos del que habla un médico musulmán del siglo XI en su tratado De medicinis et cibis semplicibus. Por no traer a colación el mazapán persa, o árabe, que ahí no se ponen de acuerdo los gastrónomos.

Y por fin... "¿Pero aún hay más?: ¡Atila, que eres un Atila de la Navidad! Por donde pisas ya no crece el acebo". Oye, ¿qué quieres que te diga?, culpa mía no es. Te iba a contar que, por fin, llegamos al roscón. Y aquí nos vamos a ir aún más lejos, hasta la Saturnalia romana, la fiesta del solsticio de invierno -nuestra Navidad-, cuando amos y esclavos intercambiaban sus papeles. Era una especie de carnaval en el que se comían tortas de harina y miel rellenas con higos y dátiles y que tenían sorpresa: un haba seca dentro. Quien la encontraba era coronado como Rey del Haba.

La costumbre renació en la Francia medieval y de allí la trajo Felipe V siglos más tarde. En la corte francesa el haba quedó como minucia y burla, siendo el regalo una codiciada moneda de oro. En España, el roscón se acompañaba, y se acompaña, con chocolate, que, mira por donde, también vino de Centroamérica, donde los aztecas lo tomaban sin azúcar, pero con harina de maíz y ají.

Por cierto, son los antiguos latinos los creadores del aguinaldo. Un rey mítico de los sabinos, Tito Tacio, tenía la costumbre de regalar ramilletes de verbena, hierba portadora de felicidad, al comenzar el año. Ese humilde hábito se transformó en una ceremonia de pleitesía en la que los plutócratas romanos recibían presentes del resto de ciudadanos, obligando a los pobres a gastar lo que no tenían.

Tal costumbre se mantuvo a lo largo de los siglos hasta que en Francia quisieron prohibirla durante la Revolución. Imposible. Los sirvientes de toda condición pusieron el grito en el cielo, pues se habían acostumbrado a recibir un aguinaldo al llegar la Navidad.

En resumen: el Gordo, los belenes y el aguinaldo, italianos; el pavo y el chocolate, mexicanos; y las uvas y el roscón, franceses. Y a ti te preocupa Santa Claus... ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?, ¿de jota? Pues resulta que la jota tampoco... ¡vale, vale!, lo dejo ahí. No, no lo dejo, porque la pandereta, a la que tanto nos gusta asociar a nuestro país, es casi seguro que naciera en Oriente Medio cuando Matusalén perdió su primer diente de leche. En fin, que nuestras más sentidas tradiciones pascuales son guiris, ¡menuda puñeta!

Bueno, no te lo tomes a la tremenda. Conocer el origen de una tradición que creías propia te puede ayudar a ser más tolerante con esas otras que hoy aborreces. Es Navidad, permite que la mansedumbre, la flema, la paciencia bienvenida y la paz te inunden. ¿Qué más te da? Escoge, haz tuyas las tradiciones que te hagan feliz y deja a los demás con las suyas. Es tiempo de recogerse al abrigo de los fuegos interiores, no de los de una chimenea, sino de esos otros que levantan las brasas de tu memoria y tu corazón. Ten una Feliz y Mansa Navidad. Te lo deseo...



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